martes, 13 de abril de 2010

Almendras neoyorquinas o el peculiar funcionamiento de los recuerdos

Como bien sabía Proust la memoria tiene mecanismos peculiares y el sabor de una magdalena bañada en te o un olor o incluso un tropezón al caminar pueden llevarte a encerrarte en una habitación acorchada (que no acolchada) y escribir unas 4.000 maravillosas páginas.

Sin llegar a la genial locura proustiana, nuestros viajes también acudirán a nuestra mente muchas veces sin esperarlo y por intrincados y primarios mecanismos del recuerdo: el sol reflejándose en un escaparate, el olor de unas flores o de una comida, el sabor de un helado como aquel de la Piazza di Spagna, una canción que escuchábamos en cierto lugar…

Les cuento esto porque hoy he tenido uno de esos chispazos de memoria involuntaria que, además, vengo repitiendo desde hace varias primaveras y que, a través de un intrincado periplo, me lleva desde allí donde esté a Nueva York.

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Intrincado porque empieza en el pequeño pueblo de mi madre, en la provincia de Alicante, donde de niño solía pasar unos días en Semana Santa (ventajas de ser hijo de profesora) y donde, según cayesen esas vacaciones móviles, podía deleitarme comiendo almendras tiernas, empachándome directamente de los árboles de este fruto seco que por éstas épocas tiene un aspecto muy distinto, su cáscara es todavía una cubierta verde blanda, y un delicioso sabor dulce con un punto amargo y verde que me encanta.

Enredarme en el mundo laboral, dejar de tener unas vacaciones dignas de tal nombre en primavera y, por tanto, de visitar el pueblo y no poder comer almendras tiernas fue todo uno, así que en las pocas oportunidades que tengo de hacerlo disfruto no solo de ese sabor campestre sino también de la consabida nostalgia de la niñez.

Años después, durante el tiempo que pasé en Nueva York solía dar grandes paseos y, frecuentemente, en mitad de estas caminatas entraba en los lujosos supermercados de Manhattan, en parte por huir del mal tiempo, en parte porque me parecían unos sitios curiosísimos y en parte por ver si encontraba algo apetitoso, barato y fácil de hacer para cenar, aunque casi nunca se daban estas tres circunstancias.

En uno de estos paseos y en un supermercado de productos de granja especialmente finolis que había por el sur de isla, cerca de Clinton Castle, encontré con sorpresa que entre la fruta de temporada había… ¡almendras tiernas! Jamás entendí por qué no se vendían en España (¿una peligrosa conjura del gremio de turroneros?) y en aquel extrapijo supermercado neoyorquino habían por fin oído mis ruegos.

Eso sí, los oyeron a un precio indecente. Sin embargo, cuando uno está fuera de casa y aun manteniendo una austeridad presupuestaria digna de una abadía cartuja comer algo inequívocamente de su tierra es una tentación demasiado fuerte. Además, por el mismo precio tenía las almendras y un viajecito nostálgico a casa. Así que pagando por ellas mi presupuesto para un día entero me compre algo así como medio kilito de almendras que saboreé con desmedido placer por las calles de Manhattan.

Lo curioso de todo esto es que a raíz del “incidente” neoyorquino las almendras tiernas ya no me traen recuerdos de mi niñez, los campos y los bancales primaverales, o al menos no sólo, sino que además y casi principalmente me hacen volver a una tarde de abril y a las calles frías, lluviosas y sobre todo ventosas de Nueva York.

parkave





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