viernes, 25 de febrero de 2005

Pinceladas de Egipto II: Las momias del Museo

El Museo Egipcio de El Cairo guarda en su interior, como no podía ser de otra manera, una impresionante colección de arte del país de los faraones. Estatuas, sarcófagos, y toda clase de objetos.

A pesar de su abundancia la colección sería incluso inferior a al que se puede ver en el Louvre, pero hay dos salas que evitan que uno pueda disfrutar más de Egipto en el centro de París que en el centro de El Cairo. La primera de ellas es, en efecto, la que reúne el ajuar funerario de Tutankamón. Podría explicarles ahora la riqueza y la belleza de lo que uno encuentra allí, la emoción de tener frente a frente la maravillosa máscara de oro del faraón, pero dejaremos eso para otro día porque ciertamente merece comentario aparte.

De lo que hoy quiero hablar es de la llamada Sala de las Momias Reales. Al fondo de la segunda planta uno se encuentra un mostrador con varios operarios dejando pasar el tiempo, pues es habitual en Egipto que tres cuatro personas hagan el trabajo que podría hacer uno sólo y sin sudar demasiado; tras comprar el ticket por una razonable cantidad de libras y comprobar que no llevamos ninguna bomba en la mochila se accede a la pequeña sala.

La habitación es más o menos cuadrada y tiene unos 6 ó 7 metros de lado. En ella se encuentra como una docena de momias, disculpen que no recuerde bien la cantidad, de reyes y reinas del antiguo Egipto. Algunos de ellos son faraones míticos, personajes como Seti I o su hijo, Ramsés II, el constructor de los templos de Abú Simbel.

La sala no está demasiado concurrida, si uno tiene paciencia podrá disfrutar de un rato a solas con las momias y, en cualquier caso, suele reinar un respetuoso silencio. Hablando de respeto, en Egipto sigue viva la polémica sobre si deben exhibirse los restos mortales de estos hombres y mujeres (que estuvieron durante años apartados de la exposición) y que, según algunos, también tienen derecho a la paz eterna. Personalmente, creo que es una buena forma de proporcionarles algo de esa inmortalidad por la que los antiguos faraones tanto se esforzaban.

El estado de conservación de los cuerpos es impactante. Es obvio que se trata de cadáveres con más de 3.000 años de antigüedad, así que nadie debe esperar encontrarse con una momia perfecta como la de Evita, pero a través del paso de decenas de siglos, que se dice pronto, llegan hasta nosotros la nariz aguileña de Ramsés II, los restos de pelo rojizo de Seti I y, en definitiva, los rostros de alguna manera reconocibles e individuales de cada una de las momias. Así, uno tiene la inequívoca seguridad y lo que es más importante, la escalofriante sensación, de encontrarse frente a una persona concreta, con un nombre que conoces, que ha mandado construir impresionantes monumentos que has visto y que fue uno de los seres más poderosos de la tierra unos 1.200 años antes de que naciese Jesucristo.

Créanme, es una experiencia irrepetible.
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viernes, 4 de febrero de 2005

Santa Tecla

Cuando era muy pequeño un amigo veraniego tenía una inmensa casa en el pueblo con cuatro plantas llenas de habitaciones y de gente en las que pasábamos tardes enteras buscando entretenimiento. Estábamos en el pueblo pero no por eso dejábamos de ser niños de ciudad, así que nunca fuimos demasiado callejeros y nos recorrimos todos los juegos de mesa habidos y por haber, que por cierto en aquella casa eran tan abundantes como las habitaciones.

Entre ellos había uno que se llamaba algo así como “Viajemos por España” y cuya dinámica no recuerdo bien. Me acuerdo mejor de su tablero que era un mapa de la península Ibérica con un montón de sitios y ciudades turísticas por los que debíamos transitar de acuerdo a determinadas reglas y con ciertos fines que, desde luego, soy incapaz de recordar.

Lo que sí puedo recordar claramente es uno de los sitios turísticos del tablero, quizá porque era de los que no resultaba conveniente que te tocasen (estaba a trasmano de todo), quizá porque me llamó la atención su nombre, quizá por que coincidía con el de una notaría en Gandía por cuya puerta pasaba mucho… Fuese por lo que fuese el caso es que cuando viajé a Galicia por primera vez y mi madre me comentó que le habían recomendado ir a Santa Tecla me vino a la mente el dibujo del tablero y pensé que sí, que no podía perdérmelo.

Así que por esas llamativas no-razones me vi un día en la cumbre de Santa Tecla, con el Atlántico a mis pies por un lado y la maravillosa desembocadura del Miño por el otro. Y es que Santa Tecla no es otra cosa de una pequeña montaña embutida en un escaso pedazo de tierra entre el océano y el río, junto a la localidad de La Guardia, y que nos ofrece unas vistas sin duda de las mejores de Galicia.

Para llegar allí hay que pasar por La Guardia, desde donde sólo debemos dejarnos guiar por las indicaciones, luego dejaremos el coche en un aparcamiento junto a un espectacular castro celta a mitad de subida, ya que hacer parte de la subida a pie nos permitirá disfrutar mejor de las vistas y, en la parte superior cabe la posibilidad de que no encontremos sitio para aparcar.

Después del esfuerzo (la cuesta no está nada mal) se sentirá sobradamente recompensado por el panorama que se abre ante sus ojos y por el permanente viento que le regala el atlántico, fuerte, frío, vivificante. Tras su encuentro con el viento un café calentito en un bar junto a la cumbre le permitirá subir un poco la temperatura corporal mientras sigue disfrutando del panorama desde sus amplios ventanales.

No piense que al bajar de Santa Tecla se habrá acabado el día: a unos pocos minutos en coche y en la otra parte de la cercana frontera le espera la bellísima localidad portuguesa de Valença, un entramado de intrincadas callejuelas defendidas por varios recintos amurallados y ciertamente espectacular. Desde allí podrán ver la que puede ser la última etapa de su excursión de un día: Tuy, la última española ciudad en el camino del Miño, supongo que por eso nos mentían a medias cuando nos decían que el gran río gallego desembocaba allí, cuando la verdad es que lo hace junto a Santa Tecla.




El río Miño, poco antes de llegar al mar.

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