miércoles, 22 de diciembre de 2004

Viejos recuerdos de viajes navideños II

Bueno, pues como decía ayer la siguiente parada era Albacete. Por aquel entonces la Nacional atravesaba la ciudad de parte a parte, pero aunque no hubiese sido así nosotros nos metíamos por insoldables vericuetos hasta llegar a la fábrica de queso manchego Quintanilla, en la que de nuevo cargábamos al estilo ONG, en esta ocasión quesos y de nuevo para la mitad del pueblo.

Recuerdo entre brumas tres cosas de aquella vieja fábrica: la figura de su dueño, un hombre de mediana edad del que me queda un aspecto como de cansado y que llevaba gafas; la leche almacenada en las tradicionales lecheras metálicas, cremosísima, con varios dedos de nata en su superficie en los que siempre desee meter el dedo, aunque nunca lo hice; pero el recuerdo más penetrante es el olor a leche, un poquito rancio que se me hacía extremadamente apetitoso y, curiosamente, cálido.

Con los quesos distribuidos entre el maletero y los escasos espacios a nuestros pies abordábamos la última parte del viaje. Ya estábamos más allá de la mitad del trayecto y, por así decirlo, el resto debía ser cuesta abajo. Sin embargo, para salir de la capital manchega todavía debíamos superar el último pero más temible obstáculo: la avenida de los semáforos, que era a nuestro viaje lo que el Alpe d’Huez es a los esforzados ciclistas del Tour.

La avenida de los semáforos era una calle larguísima, supongo que agrandada por mis medidas todavía muy infantiles, que estaba atravesada de arriba abajo y de abajo a arriba por un ejército de cruces de calles y semáforos. La táctica, porque había que proveerse de una, era tratar de cruzar el primero en verde y, a partir de ahí, mantenerse a una velocidad más o menos estable entre 50 y 60 por hora con la que se suponía que los pasabas todos. Pero ay de aquellos que tropezasen en los primeros obstáculos porque tendrían que frenar una y otra vez y tardarían más en salir de Albacete que Floro y Sam en entrar en Mordor.

A partir de ese punto el viaje se deslizaba suavemente, sin muchas más cosas que reseñar. Ya no solían ser necesarias más paradas (si las vejigas resistían, claro) y entonces empezaba a cobrar protagonismo mi abuela, que nos advertía de que llegábamos a sus dominios al pronunciar una críptica frase que, aun hoy día, repite cada vez que pasamos por la ciudad de Almansa: “Cuando la mar llega a Almansa a todos alcanza” (rima más en la versión original).

El siguiente paso era el rosario-express que le dedicábamos a la Virgen de Agres (que tiene una curiosa historia que quizá cuente algún día) y que se caracterizaba porque era absolutamente imposible responder a tiempo. Me explico, los que conozcan el rosario sabrán que se trata de un rezo en el que se van engarzando oraciones que empieza el que lleva la voz cantante (algo así como el maestro de ceremonias) y que terminan los demás. Pues bien, mi abuela nunca te dejaba tiempo material para terminar, aunque todos nos esforzábamos tanto en hacerlo que al final parecíamos la familia maicromachín; pero en su particular forma de ver las cosas la gente que trabaja deprisa (que es lo mismo que bien) reza deprisa, así que a correr.

La última parte del viaje, después de unos 400 kilómetros y ocho horas tratábamos de entretenerla jugando a ver quien era el primero que veía la peña (la montaña rocosa que se levanta junto al pueblo) y, ya más de cerca, la propia ermita del lugar. Todo acababa con los toques de claxon que anunciaban nuestra llegada a la anhelante familia, y con mis tíos, mis primos y el perro de turno (que entonces creo que era un chucho negro muy peludo llamado “el boy”) corriendo a recibirnos.

Ahora, con los turbodieseles y las autovías sólo la peña, la ermita y la alegría de la familia son como antes. Eso sí, hemos dejado de viajar y nos limitamos a desplazarnos. Es más cómodo, pero tiene mucho menos encanto, ¿verdad?
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Viejos recuerdos de viajes navideños I

Resulta curioso que la Lotería de Navidad sea uno de los recuerdos más firmemente asentados en nuestra memoria. La repetición cíclica, año tras año de la típica cantinela de los Niños de San Ildefonso (que por cierto, cuanta musicalidad perdió con la llegada del Euro) mantiene en los recovecos de nuestra cabeza recuerdos que de no ser por ella seguro que habrían muerto ya, diluyéndose como lágrimas en la lluvia como decía el replicante de Blade Runner.

Para mí, el sorteo navideño está irremediablemente ligado a los viajes al pueblo de mi niñez, que en su versión invernal coincidían año tras año con el día de la Lotería. Pero ojo, estoy hablando de un concepto de viaje muy distinto al que manejamos hoy en día en este país de autovías (y que me perdonen los de Teruel): hace 20 años viajar desde Madrid a la provincia de Alicante suponía una expedición más cercana a Marco Polo que a la actual velocidad diesel. Les cuento:

El viaje empezaba bastante de mañana, aunque no demasiado para no pillar las carreteras heladas. Subíamos al flamante 1430 del abuelo cinco o seis personas, a saber: el propio abuelo que conducía, la abuela, mi madre, mi hermano, un servidor de ustedes y la incorporación ocasional de mi tío algunos viajes. En este estado de enlatamiento enfilábamos por la Nacional IV, la de Andalucía, que por aquel entonces atravesaba el casco urbano de Aranjuez pasando a pocos metros del Palacio Real. Por allí seguíamos hasta algo más allá de Ocaña, y después nos desviábamos por una serie de carreteruchas secundarias hasta alcanzar la Nacional III, que era la de Valencia.

Nunca estuvimos muy seguros de la idoneidad de esta ruta, pero mi abuelo era un hombre de ideas fijas y todos obedecíamos el sacrosanto mandamiento “el que conduce manda”. Una vez en la carretera de Valencia parábamos a desayunar – comer en una pequeña cafetería de Honrubia en la que nos tomábamos, invariablemente, dos bocadillos de lomo y dos de tortilla, con una ensaladita y una botella de agua.

Honrubia era la primera parada en la que nos informábamos de cómo iba el sorteo gracias a una televisión en color colgada en una de las esquinas del local. No recuerdo bien si era una Vanguard o una Telefunken, pero para que se hagan una idea del modelo eran de aquellos en los que una de las dos cadenas se identificaba como la UHF. Previamente habíamos visto el principio en casa y durante los primeros kilómetros lo habíamos oído en una pequeña radio en forma de balón recuerdo del Mundial 82. Por supuesto, el viejo 1430 no tenía radio.

Después de desayunar y ya que teníamos todo el día por delante íbamos a una carnicería en la propia Honrubia donde comprábamos una cantidad ingente de cordero y cerdo que repartíamos entre toda la familia como si fuésemos una ONG. El espectáculo de mi abuelo ajustado las bolsas con la carne en el maletero era poco menos que épico, sobre todo teniendo en cuenta que había que dejar un hueco para los quesos que íbamos a comprar en Albacete unos kilómetros después y que el maletero del 1430 (que no era precisamente un monovolumen) ya tenía el equipaje de 5 personas dentro. Llevo desde que tengo carné tratando de imitar la habilidad que tenía aquel hombre para embutir bolsas y maletas en aquel reducido espacio, vamos, el cubo de Rubik una mierrrrrrrda al lado del maletero del 1430.

Aquí les dejo por hoy ya que el artículo se me está alargando como se alargaba el propio viaje. Mañana abordaremos la segunda y última parte.
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jueves, 2 de diciembre de 2004

Las entradas del Museo del Prado

Se anuncia no sin cierta polémica que el madrileño Museo del Prado va a duplicar el precio de sus entradas, pasando de los 3 actuales a 6 euros, es decir, justamente el doble. La noticia me parece bastante interesante y, antes de emitir una opinión, creo que debe analizarse desde varios puntos de vista.

El primero de ellos es la comparación con centros similares en países de nuestro entorno. No soy un experto en la cuestión, pero en los museos que conozco de París (Louvre, Pompidu o Musée d'Orsay), Berlín (Pergamonmuseum) o Roma (Museos Vaticanos) recuerdo perfectamente que el precio de la entrada era netamente superior no a los 3 euros actuales del Prado, sino a los 6 futuros: en todos rondaba los 10 ó 12. Para quien se pregunte por ello, aun siendo todos muy diferentes y por tanto no tener sentido una comparación lineal, creo que ninguno puede situarse por encima del Prado.

Otro punto de vista de interés es el valor que debe darse a una experiencia cultural que, si se mira con un poco de detenimiento, no tiene precio. Creo que no solemos pararnos a pensar en ello, pero cuando entramos al Prado tenemos el privilegio de contemplar, por poner el ejemplo más recurrente, exactamente las mismas Meninas que pintó Velázquez, el mismo lienzo, las auténticos y genuinas pinturas que él usó. En esta época de reproducciones un museo de pintura nos permite contemplar obras que han navegado a través de los siglos para llegar a nuestros ojos, para que las miremos exactamente desde el mismo lugar que las miraron sus autores o los reyes que las habían encargado. Sí, el mismo Velázquez admiraba su obra desde ese punto en el que el turista despistado la admira ahora, ¿tiene eso precio cuantificable? En mi modesta opinión, cualquier precio sería justo, menos uno bajo.

Por último está el problema del acceso a la cultura de los ciudadanos y de la “obligación” del estado por favorecerlo. Creo bien poco en un estado que se mezcle en actividades culturales, de hecho me causa pavor cada vez que lo hace... excepto en el caso de los museos de carácter histórico. Hay que tener en cuenta además el origen del grueso de las colecciones del Prado, creadas por la monarquía en un tiempo en el que no había diferencia alguna entre el rey y el estado. Así, me parece legítimo que esas colecciones tengan titularidad pública, es decir, sean propiedad de todos los españoles, y el estado se comprometa en su conservación, pues es un legado que tenemos la obligación moral de transmitir a las generaciones venideras.

Esto no implica que se deba asumir una filosofía del gratis total y la absoluta dependencia del presupuesto, pues la gratuidad no implica una promoción mayor de la cultura sino que todos los ciudadanos pagan por lo que sólo usamos unos pocos. Además, significa que estas instituciones culturales se ven sometidas a un raquitismo presupuestario (la bolsa del estado es lógicamente finita) que les impide promocionar sus tesoros y hacer que lleguen al máximo número de personas. Y, por último, significa que el ciudadano medio no concede el verdadero valor a los tesoros de los que disfruta sin coste alguno y no es capaz, por tanto, ni de saborear su excepcionalidad ni de transmitirla a sus hijos, alumnos o amigos. Esto, por supuesto, no excluye que se deban hacer excepciones con determinados sectores de la población y me parece perfecto que se facilite la entrada a estudiantes, profesores, niños o jubilados.

En definitiva, creo que pagar seis euros por ver “Las Meninas”, “Los Fusilamientos del 3 de Mayo” o “Las Tres Gracias” es un precio más que razonable, un regalo. Yo estoy dispuesto a pagarlos y quien no quiera prescindir de una entrada de cine, tres cañas o una copa en cualquier local nocturno no merece disfrutar de las maravillas a las que esos seis míseros euros nos permiten acceder.
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