martes, 5 de abril de 2005

El ferry a Staten Island

El ferry a Staten Island es gratuito, una palabra que de no ser por él creo que ni existiría en el vocabulario de los neoyorquinos, y ofrece unas espectaculares vistas de Manhattan, amén de pasar cerca de la Estatua de la Libertad. Son tres buenas razones para cogerlo, pero hay además una cuarta: hace un frío que pela en la parte sur de Manhattan y el barquito es un sitio en el que pasar un rato a cubierto de este viento imposible sentado, tranquilo y descansando.

Desde el ferry, el sur de Manhattan se nos muestra espectacular, en cierto sentido demencial y en otro sentido no menos cierto maravilloso. Nueva York parece desde aquí el proyecto perfecto de un arquitecto loco que ha querido crear la ciudad absoluta, el sueño urbano total, la sublimación del acero, el asfalto y el cristal como símbolos de una civilización hipertrofiada, autosuficiente, soberbia…

Ayer por la noche tuve junto al puente de Brooklyn una sensación similar: unos 6000 años de historia de la ciudad culminan aquí, al menos por ahora. No quiero decir con esto que Manhattan sea el lugar ideal para vivir, que quizá sí para un periodo más o menos limitado, sino que será difícil avanzar más por este camino de acero y cristal acumulándose y elevándose, y la ciudad que supere a Nueva York en su actual papel de capital del mundo, si es que eso llega a ocurrir, deberá ser otra cosa, como París o Londres son muy distintos a Roma y el propio Nueva York no lo es menos de ellos.





El sur de Manhattan desde la distancia.

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sábado, 2 de abril de 2005

Desde Little Italy

La principal sensación que tengo desde que salí del metro junto a Times Square es que Nueva York es decididamente real. Ser la ciudad más retratada por la ficción cinematográfica y televisiva podría haber creado una dura barrera de expectativas capaz de acabar con la emoción de cualquier viajero, pero muy al contrario la Gran Manzana te va mostrando lo que esperas de ella y lo hace sin reservas.

Cuando escribo estas líneas (que se publicarán mucho más tarde) me encuentro en Little Italy frente a un reconfortante capuchino ardiendo, ideal para un día lluvioso como hoy, y una “Strawberry cheesecake” que haría a Lázaro correr los cien metros lisos en menos de diez segundos. Mulberry Street, que cerca de aquí se transforma en Chinatown, es en este tramo una calle llena de restaurantes, tan turística como inequívocamente italiana. Los dueños de todos ellos probablemente ya no viven aquí, empujados por los chinos que están expandiendo su zona mucho más allá de sus límites tradicionales, pero todavía se saludan gritando ¡buon giorno! de un lado al otro de la calle.

Esto es Little Italy y no podría ser de otra forma porque, ciertamente, esta calle es tan neoyorquina o más que propiamente italiana pero, sobre todo, es ambas cosas. En cualquier caso, y ahí radica su mérito y el de toda esta alucinante ciudad, tal y como esperábamos que fuese, pero un poco mejor, o más grande, o más impresionante, palabras todas que ya me parecen sinónimo de neoyorquino.




Uno de los más famosos (y cantosos) restaurantes de la Pequeña Italia.

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viernes, 1 de abril de 2005

Desde la Séptima Avenida

Nueva York me ha recibido con día gris, plomizo, casi brumoso, con un matiz metálico que no deja de resultarme bastante apropiado. Tras dejar mis cosas y conocer a mi “casero” Conor he tomado el metro y he ido a recorrer Manhattan durante varias horas. Siguiendo el consejo de Conor he empezado por Times Square y junto a ella, en la calle 42, he salido por primera vez a las calles de la Gran Manzana.

Creo que la experiencia de recorrer un tramo de escaleras y aparecer por primera vez en una populosa calle de Nueva York sólo debe ser comparable a contemplar un gran espacio natural de esos que nos conmueven, como un gran lago de montaña rodeado de picos nevados o una cumbre lejana que se acaba de mostrar ante nuestros ojos en un pequeño claro entre las nubes. El espectáculo resulta abrumador, las riadas de personas, los enormes edificios, las siluetas de espacios o lugares que hemos visto tantas veces en el cine o en la televisión: a la izquierda Times Square, de frente el maravilloso rascacielos Chrysler…

Manhattan es una lugar con una perspectiva muy particular que nos obliga a mirarlo como no miramos ningún otro sitio en el mundo y que creo que está íntimamente relacionada con lo especial que es pasear por sus calles, siempre llevando nuestra mirada hacia delante y ofreciéndonos un espacio que parece inagotable: las largas avenidas se abren frente a nosotros como si no fuesen a acabar nunca. Por si esto fuera poco las distancias no son cosa de broma y nuestro avance parece ralentizarse ante el infinito que se despliega en nuestra contra, como si anduviésemos por uno de los pasillos mecanizados de un aeropuerto pero en la dirección equivocada; una percepción a la que también contribuye, por supuesto, el descomunal tamaño de los edificios y de las manzanas.

Mientras tanto, miles de personas caminan a nuestro lado y se cruzan con nosotros. Algunos son videntes turistas como nosotros mismos, mientras que otros se nos antojan descaradamente neoyorquinos, aunque esa denominación incluye tantas tipologías diferentes que resulta difícil usarla: los típicos negros enormes y gordísimos vestidos como raperos enormes y gordísimos; las mujeres de piel muy blanca y ojos claros, elegantes, altas y delgadas, pisando con resuelta seguridad las aceras de una ciudad que no parece que las intimide como nos intimida a nosotros; las parejas de hispanos jóvenes, no muy distintas de las que ya es tan fácil ver por Madrid: pequeños, cariñosos y de algún modo difícil de explicar ilusionados ante el futuro; los hombres y las mujeres de origen asiático: chinos, japoneses o coreanos, vaya usted a saber, avanzando con urgencia mientras hablan por su teléfono móvil con un perfecto acento o en un absolutamente desconocido idioma.

Todos recorren la ciudad con una prisa que al pausado turista (permanentemente mirando hacia arriba y parando cada dos por tres) no deja de sorprenderle, invadiendo el asfalto invariablemente unos segundos antes de que el semáforo conceda permiso para cruzar, sorteando los taxis rabiosamente amarillos y, siempre que les es posible, aprovechando los atascos para atravesar la calle sin tener que detenerse.
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