jueves, 17 de noviembre de 2005

La extraña y turbadora belleza de Las Médulas

Es bastante raro que el hombre y la naturaleza trabajen juntos para crear un paisaje, más extraño todavía es que la parte humana del trabajo no sea el hoy por hoy habitual esfuerzo de restauración y desintoxicación, sino un ataque absolutamente salvaje, brutal, que acabe completamente con lo anterior para dar lugar a algo nuevo, y que este paisaje renacido no sea un erial sino algo lo suficientemente bello como para ser Patrimonio de la Humanidad.

Para colmo de extrañezas, imaginen que la depredación humana se hubiese producido hace unos 2.000 años y que, desde entonces y pese a que el paisaje ha sido devuelto a la naturaleza y se mantiene prácticamente virgen, los restos de ese ataque de los hombres siguen siendo visibles.

Todas estas circunstancias se dan en Las Médulas leonesas, antiguas minas de oro romanas en las que se usó un extraordinario y feroz método de extracción que prácticamente desintegró toda una montaña. Desde entonces, hace ya tantos siglos, la naturaleza ha ido retomando el control de lo que era suyo y ahora el atónito viajero se encuentra con un paisaje en el que los restos arenosos de la antigua montaña se encuentran literalmente sumergidos en un mar de impresionantes castaños, muchos de ellos centenarios, cuyas ramas se sujetan de inverosímiles troncos, huecos y retorcidos como la misma muerte y entre los que uno se siente como en una bosque mágico, onírico desde luego, quizá de pesadilla.

En el efecto extraordinario del conjunto tiene no poca importancia otro factor bastante fuera de lo común: el rojo violento de la tierra de El Bierzo; allá por donde uno vaya en esta comarca pisa y ve campos y caminos de un llamativo y fiero color rojo como en pocos sitios lo he visto y que, en mi daltónica memoria, me recuerda a una de las pinturas de mi tío que más me llamaba la atención cuando le veía pintar entre olores a óleo y aguarrás: el “Tierra de Siena”; creo que era algo menos rojizo y algo más oscuro pero me acuerdo de él ahora y me hace pensar que bien podría haber un rojo “Tierra del Bierzo”.

Las Médulas están situadas al sur de El Bierzo, cerca ya del límite con la provincia de Orense y a unos 40 minutos de Ponferrada. Para llegar a ellas hay que ir a un pequeño pueblo con su mismo nombre al que se llega desviándose de la N 120 en dirección a Carucedo (no se preocupen, está señalizado). Desde el pueblo salen las imprescindibles rutas, a pie o en bicicleta, que permiten adentrarse en el paraje, no son paseos complicados y les recomiendo que los hagan andando: es la mejor forma de disfrutar del paisaje, del bosque y de los castaños.

Una vez hayan andado durante unas horitas entre las antiguas minas, se hayan maravillado con el tamaño de las cuevas creadas por el agua y los ingenieros romanos y se sientan transportados a otro mundo es el momento de retomar el camino a la inversa y, antes de llegar de nuevo a Carucedo, girar a la derecha y desviarse hacia Orellán, donde está el altísimo mirador que nos ofrece la fantástica perspectiva de conjunto sobre todo el paraje que se recoge en la imagen.

Es probable que no tengan la suerte que tuve yo de visitar Las Médulas en pleno otoño y disfrutar del contraste entre el rojo de la tierra y el amarillo de las hojas de los castaños, a pesar de ello les recomiendo que no dejen de visitarlas en cuanto tengan la más mínima oportunidad, puede que haya paisajes más hermosos, más grandes, más naturales, pero estoy seguro de que hay muy pocos sitios en España con la belleza mágica de Las Médulas.

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jueves, 11 de agosto de 2005

Una excursión a L'Oceanogràfic de Valencia

Estuvimos ayer por Valencia disfrutando del calor pegajoso y repugnante de la capital del Turia y aprovechamos para hacer una visita a la última atracción abierta de faraónica Ciudad de las Artes y las Ciencias: L’Oceanogràfic.


El folleto que nos reparten a la entrada nos cuenta que L’Ocenaogràfic es un “parque marino”, el más grande de Europa, por cierto. Esta definición ligeramente confusa no deja de ser bastante adecuada para una atracción que está compuesta por varios grupos de gigantescos acuarios que ofrecen al visitante una idea aproximada del diferente hábitat marino de varios lugares del mundo: los océanos ártico, antártico y el atlántico, el mediterráneo, el caribe… El conjunto se completa con un espectacular delfinario y un no menos llamativo aviario en el que se reproducen los ecosistemas de dos tipos diferentes de humedales: el manglar y el marjal.

En pleno mes de agosto y en la costa levantina no hay que ser un hacha para imaginarse que L’Oceanogràfic va estar de bote en bote, como se dice popularmente: todos los acuarios estaban repletos de gente, así como los bares y restaurantes y las diversas instalaciones que completan el parque. Me llamó poderosamente la atención la gran cantidad de visitantes extranjeros que se paseaban por el parque, supongo que, al menos en el extranjero está funcionando la Ciudad de las Artes y las Ciencias como el polo para atraer turismo que se pretendía lograr al emprender el descomunal proyecto.

Si alguien disfruta del parque son los niños, que se pasan el día de pared en pared de los acuarios gritando y empujando como posesos (esos momentos en los que uno admira la obra y la vida de Herodes, ese visionario), pero también a los mayores les gustarán los enormes acuarios, especialmente los dos que tienen túneles (el del Caribe y el de los océanos) que nos permiten una experiencia curiosa viendo como los peces nadan por encima de nuestras cabezas. Por supuesto las grandes estrellas son los tiburones, de los que hay varios ejemplares de distintas especies, pero también son espectaculares los grandes y no tan grandes bancos de peces moviéndose a nuestro alrededor como si fuéramos el comandante Cousteau.

El despiporre infantil (y de algunos adultos) llega en el delfinario, con un espectáculo en el que participan más de una docena de delfines y seis domadores. El show está muy cuidado y resulta un poco hortera, como supongo que corresponde a una cosa de estas. Personalmente, a mí esto espectáculos de doma me resultan un poco deprimentes, ver a un animal bello y salvaje (delfines o caballos, que suelen ser los más típicos) haciendo el indio y dando vueltas como una vulgar bailarina de sevillanas me disgusta más que otra cosa, pero sí disfrute de los enormes saltos y de la belleza de unos animales que, aun en el encierro de una piscina, transmiten una hermosa sensación de libertad (me acaba de saltar el alarma anti-cursilería).

En conjunto vale la pena acercarse un día a L’Oceanogràfic aun a pesar de que la entrada no es precisamente barata (21,20 € para los adultos y 16 € para niños y jubilados), aunque les recomendaría dejar pasar el mes de agosto para encontrárselo un poco más tranquilo. Un último consejo, reserven la entrada con anterioridad y se ahorrarán una buena cola en taquilla, pueden hacerlo llamando al 902 100 031.
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viernes, 8 de julio de 2005

Desde el tren, la Mancha

El paisaje manchego se extiende ante mis ojos a la otra parte de la ventanilla del tren mientras me acerco a esa ciudad en medio de la nada que es Albacete, camino de esa otra ciudad, ésta en medio de sí misma, que es Madrid.

A principios del mes de julio y con la pertinaz sequía azotándonos de forma inmisericorde la Mancha es un inmenso secarral en el que, una vez cosechado el trigo, parece que nada será capaz de crecer de nuevo, excepción hecha de las cuatro malas hierbas que se refugian en la sombra de los pocos árboles que, aquí y allá, tratan sin demasiado éxito de romper la monotonía del paisaje, de la que acaban siendo sólo una parte más.

No suele ser el paisaje quijotesco de la mancha muy del agrado de la gente, que tiende a considerar sus grandes planicies requemadas por el sol como una extensión inhóspita, un tanto inhumana si se me permite la palabra quizá excesiva. A mí, por el contrario, si que me gustan estas llanuras ocre y tierra que hoy veo desde el tren y que he atravesado tantas veces con el coche.

Me gustan porque, en su desolación, tienen algo de arte abstracto espontáneamente creado por el trabajo en común del hombre y de la naturaleza. Mi mirada se desliza suavemente por los inmensos campos como por un Rotko, siguiendo las líneas que han marcado el arado y las ruedas del tractor, posándose un instante en ese pino o en aquella carrasca de apariencia centenaria y a la que el agricultor ha sacrificado unos metros de su valiosa tierra que no siembra, supongo que siendo compensado por la refrescante sombra, de inapreciable valor en la planicie desnuda e implacablemente golpeada por los rayos del sol.

De vez en cuando el paisaje entero se sobresalta con la aparición de un elemento que rompe su monótono orden: un pequeño grupo de pinos, una carretera, un camino que parece dirigido inequívocamente a ninguna parte, un par de enormes silos para el grano o una antigua casa de labriegos. La mayoría de ellas están hoy deshabitadas y sus muros se comban en formas imposibles que sustentan como por milagro sus techos de teja que, en otro tiempo, protegían a los inquilinos menos de la escasa lluvia que del imponente sol. Hoy las tejas y las vigas han cedido a la presión de los años y el abandono y veo desde el tren enormes agujeros que parecen provocados por un obús o un meteorito, pero que en realidad son resultado de algo con un poder de destrucción infinitamente mayor: el final de un modo de vida, desbaratado y desmoronado como las propias casas por los cambios, las comodidades y, paradójicamente, la riqueza.
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martes, 5 de abril de 2005

El ferry a Staten Island

El ferry a Staten Island es gratuito, una palabra que de no ser por él creo que ni existiría en el vocabulario de los neoyorquinos, y ofrece unas espectaculares vistas de Manhattan, amén de pasar cerca de la Estatua de la Libertad. Son tres buenas razones para cogerlo, pero hay además una cuarta: hace un frío que pela en la parte sur de Manhattan y el barquito es un sitio en el que pasar un rato a cubierto de este viento imposible sentado, tranquilo y descansando.

Desde el ferry, el sur de Manhattan se nos muestra espectacular, en cierto sentido demencial y en otro sentido no menos cierto maravilloso. Nueva York parece desde aquí el proyecto perfecto de un arquitecto loco que ha querido crear la ciudad absoluta, el sueño urbano total, la sublimación del acero, el asfalto y el cristal como símbolos de una civilización hipertrofiada, autosuficiente, soberbia…

Ayer por la noche tuve junto al puente de Brooklyn una sensación similar: unos 6000 años de historia de la ciudad culminan aquí, al menos por ahora. No quiero decir con esto que Manhattan sea el lugar ideal para vivir, que quizá sí para un periodo más o menos limitado, sino que será difícil avanzar más por este camino de acero y cristal acumulándose y elevándose, y la ciudad que supere a Nueva York en su actual papel de capital del mundo, si es que eso llega a ocurrir, deberá ser otra cosa, como París o Londres son muy distintos a Roma y el propio Nueva York no lo es menos de ellos.





El sur de Manhattan desde la distancia.

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sábado, 2 de abril de 2005

Desde Little Italy

La principal sensación que tengo desde que salí del metro junto a Times Square es que Nueva York es decididamente real. Ser la ciudad más retratada por la ficción cinematográfica y televisiva podría haber creado una dura barrera de expectativas capaz de acabar con la emoción de cualquier viajero, pero muy al contrario la Gran Manzana te va mostrando lo que esperas de ella y lo hace sin reservas.

Cuando escribo estas líneas (que se publicarán mucho más tarde) me encuentro en Little Italy frente a un reconfortante capuchino ardiendo, ideal para un día lluvioso como hoy, y una “Strawberry cheesecake” que haría a Lázaro correr los cien metros lisos en menos de diez segundos. Mulberry Street, que cerca de aquí se transforma en Chinatown, es en este tramo una calle llena de restaurantes, tan turística como inequívocamente italiana. Los dueños de todos ellos probablemente ya no viven aquí, empujados por los chinos que están expandiendo su zona mucho más allá de sus límites tradicionales, pero todavía se saludan gritando ¡buon giorno! de un lado al otro de la calle.

Esto es Little Italy y no podría ser de otra forma porque, ciertamente, esta calle es tan neoyorquina o más que propiamente italiana pero, sobre todo, es ambas cosas. En cualquier caso, y ahí radica su mérito y el de toda esta alucinante ciudad, tal y como esperábamos que fuese, pero un poco mejor, o más grande, o más impresionante, palabras todas que ya me parecen sinónimo de neoyorquino.




Uno de los más famosos (y cantosos) restaurantes de la Pequeña Italia.

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viernes, 1 de abril de 2005

Desde la Séptima Avenida

Nueva York me ha recibido con día gris, plomizo, casi brumoso, con un matiz metálico que no deja de resultarme bastante apropiado. Tras dejar mis cosas y conocer a mi “casero” Conor he tomado el metro y he ido a recorrer Manhattan durante varias horas. Siguiendo el consejo de Conor he empezado por Times Square y junto a ella, en la calle 42, he salido por primera vez a las calles de la Gran Manzana.

Creo que la experiencia de recorrer un tramo de escaleras y aparecer por primera vez en una populosa calle de Nueva York sólo debe ser comparable a contemplar un gran espacio natural de esos que nos conmueven, como un gran lago de montaña rodeado de picos nevados o una cumbre lejana que se acaba de mostrar ante nuestros ojos en un pequeño claro entre las nubes. El espectáculo resulta abrumador, las riadas de personas, los enormes edificios, las siluetas de espacios o lugares que hemos visto tantas veces en el cine o en la televisión: a la izquierda Times Square, de frente el maravilloso rascacielos Chrysler…

Manhattan es una lugar con una perspectiva muy particular que nos obliga a mirarlo como no miramos ningún otro sitio en el mundo y que creo que está íntimamente relacionada con lo especial que es pasear por sus calles, siempre llevando nuestra mirada hacia delante y ofreciéndonos un espacio que parece inagotable: las largas avenidas se abren frente a nosotros como si no fuesen a acabar nunca. Por si esto fuera poco las distancias no son cosa de broma y nuestro avance parece ralentizarse ante el infinito que se despliega en nuestra contra, como si anduviésemos por uno de los pasillos mecanizados de un aeropuerto pero en la dirección equivocada; una percepción a la que también contribuye, por supuesto, el descomunal tamaño de los edificios y de las manzanas.

Mientras tanto, miles de personas caminan a nuestro lado y se cruzan con nosotros. Algunos son videntes turistas como nosotros mismos, mientras que otros se nos antojan descaradamente neoyorquinos, aunque esa denominación incluye tantas tipologías diferentes que resulta difícil usarla: los típicos negros enormes y gordísimos vestidos como raperos enormes y gordísimos; las mujeres de piel muy blanca y ojos claros, elegantes, altas y delgadas, pisando con resuelta seguridad las aceras de una ciudad que no parece que las intimide como nos intimida a nosotros; las parejas de hispanos jóvenes, no muy distintas de las que ya es tan fácil ver por Madrid: pequeños, cariñosos y de algún modo difícil de explicar ilusionados ante el futuro; los hombres y las mujeres de origen asiático: chinos, japoneses o coreanos, vaya usted a saber, avanzando con urgencia mientras hablan por su teléfono móvil con un perfecto acento o en un absolutamente desconocido idioma.

Todos recorren la ciudad con una prisa que al pausado turista (permanentemente mirando hacia arriba y parando cada dos por tres) no deja de sorprenderle, invadiendo el asfalto invariablemente unos segundos antes de que el semáforo conceda permiso para cruzar, sorteando los taxis rabiosamente amarillos y, siempre que les es posible, aprovechando los atascos para atravesar la calle sin tener que detenerse.
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viernes, 25 de febrero de 2005

Pinceladas de Egipto II: Las momias del Museo

El Museo Egipcio de El Cairo guarda en su interior, como no podía ser de otra manera, una impresionante colección de arte del país de los faraones. Estatuas, sarcófagos, y toda clase de objetos.

A pesar de su abundancia la colección sería incluso inferior a al que se puede ver en el Louvre, pero hay dos salas que evitan que uno pueda disfrutar más de Egipto en el centro de París que en el centro de El Cairo. La primera de ellas es, en efecto, la que reúne el ajuar funerario de Tutankamón. Podría explicarles ahora la riqueza y la belleza de lo que uno encuentra allí, la emoción de tener frente a frente la maravillosa máscara de oro del faraón, pero dejaremos eso para otro día porque ciertamente merece comentario aparte.

De lo que hoy quiero hablar es de la llamada Sala de las Momias Reales. Al fondo de la segunda planta uno se encuentra un mostrador con varios operarios dejando pasar el tiempo, pues es habitual en Egipto que tres cuatro personas hagan el trabajo que podría hacer uno sólo y sin sudar demasiado; tras comprar el ticket por una razonable cantidad de libras y comprobar que no llevamos ninguna bomba en la mochila se accede a la pequeña sala.

La habitación es más o menos cuadrada y tiene unos 6 ó 7 metros de lado. En ella se encuentra como una docena de momias, disculpen que no recuerde bien la cantidad, de reyes y reinas del antiguo Egipto. Algunos de ellos son faraones míticos, personajes como Seti I o su hijo, Ramsés II, el constructor de los templos de Abú Simbel.

La sala no está demasiado concurrida, si uno tiene paciencia podrá disfrutar de un rato a solas con las momias y, en cualquier caso, suele reinar un respetuoso silencio. Hablando de respeto, en Egipto sigue viva la polémica sobre si deben exhibirse los restos mortales de estos hombres y mujeres (que estuvieron durante años apartados de la exposición) y que, según algunos, también tienen derecho a la paz eterna. Personalmente, creo que es una buena forma de proporcionarles algo de esa inmortalidad por la que los antiguos faraones tanto se esforzaban.

El estado de conservación de los cuerpos es impactante. Es obvio que se trata de cadáveres con más de 3.000 años de antigüedad, así que nadie debe esperar encontrarse con una momia perfecta como la de Evita, pero a través del paso de decenas de siglos, que se dice pronto, llegan hasta nosotros la nariz aguileña de Ramsés II, los restos de pelo rojizo de Seti I y, en definitiva, los rostros de alguna manera reconocibles e individuales de cada una de las momias. Así, uno tiene la inequívoca seguridad y lo que es más importante, la escalofriante sensación, de encontrarse frente a una persona concreta, con un nombre que conoces, que ha mandado construir impresionantes monumentos que has visto y que fue uno de los seres más poderosos de la tierra unos 1.200 años antes de que naciese Jesucristo.

Créanme, es una experiencia irrepetible.
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viernes, 4 de febrero de 2005

Santa Tecla

Cuando era muy pequeño un amigo veraniego tenía una inmensa casa en el pueblo con cuatro plantas llenas de habitaciones y de gente en las que pasábamos tardes enteras buscando entretenimiento. Estábamos en el pueblo pero no por eso dejábamos de ser niños de ciudad, así que nunca fuimos demasiado callejeros y nos recorrimos todos los juegos de mesa habidos y por haber, que por cierto en aquella casa eran tan abundantes como las habitaciones.

Entre ellos había uno que se llamaba algo así como “Viajemos por España” y cuya dinámica no recuerdo bien. Me acuerdo mejor de su tablero que era un mapa de la península Ibérica con un montón de sitios y ciudades turísticas por los que debíamos transitar de acuerdo a determinadas reglas y con ciertos fines que, desde luego, soy incapaz de recordar.

Lo que sí puedo recordar claramente es uno de los sitios turísticos del tablero, quizá porque era de los que no resultaba conveniente que te tocasen (estaba a trasmano de todo), quizá porque me llamó la atención su nombre, quizá por que coincidía con el de una notaría en Gandía por cuya puerta pasaba mucho… Fuese por lo que fuese el caso es que cuando viajé a Galicia por primera vez y mi madre me comentó que le habían recomendado ir a Santa Tecla me vino a la mente el dibujo del tablero y pensé que sí, que no podía perdérmelo.

Así que por esas llamativas no-razones me vi un día en la cumbre de Santa Tecla, con el Atlántico a mis pies por un lado y la maravillosa desembocadura del Miño por el otro. Y es que Santa Tecla no es otra cosa de una pequeña montaña embutida en un escaso pedazo de tierra entre el océano y el río, junto a la localidad de La Guardia, y que nos ofrece unas vistas sin duda de las mejores de Galicia.

Para llegar allí hay que pasar por La Guardia, desde donde sólo debemos dejarnos guiar por las indicaciones, luego dejaremos el coche en un aparcamiento junto a un espectacular castro celta a mitad de subida, ya que hacer parte de la subida a pie nos permitirá disfrutar mejor de las vistas y, en la parte superior cabe la posibilidad de que no encontremos sitio para aparcar.

Después del esfuerzo (la cuesta no está nada mal) se sentirá sobradamente recompensado por el panorama que se abre ante sus ojos y por el permanente viento que le regala el atlántico, fuerte, frío, vivificante. Tras su encuentro con el viento un café calentito en un bar junto a la cumbre le permitirá subir un poco la temperatura corporal mientras sigue disfrutando del panorama desde sus amplios ventanales.

No piense que al bajar de Santa Tecla se habrá acabado el día: a unos pocos minutos en coche y en la otra parte de la cercana frontera le espera la bellísima localidad portuguesa de Valença, un entramado de intrincadas callejuelas defendidas por varios recintos amurallados y ciertamente espectacular. Desde allí podrán ver la que puede ser la última etapa de su excursión de un día: Tuy, la última española ciudad en el camino del Miño, supongo que por eso nos mentían a medias cuando nos decían que el gran río gallego desembocaba allí, cuando la verdad es que lo hace junto a Santa Tecla.




El río Miño, poco antes de llegar al mar.

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