viernes, 1 de abril de 2005

Desde la Séptima Avenida

Nueva York me ha recibido con día gris, plomizo, casi brumoso, con un matiz metálico que no deja de resultarme bastante apropiado. Tras dejar mis cosas y conocer a mi “casero” Conor he tomado el metro y he ido a recorrer Manhattan durante varias horas. Siguiendo el consejo de Conor he empezado por Times Square y junto a ella, en la calle 42, he salido por primera vez a las calles de la Gran Manzana.

Creo que la experiencia de recorrer un tramo de escaleras y aparecer por primera vez en una populosa calle de Nueva York sólo debe ser comparable a contemplar un gran espacio natural de esos que nos conmueven, como un gran lago de montaña rodeado de picos nevados o una cumbre lejana que se acaba de mostrar ante nuestros ojos en un pequeño claro entre las nubes. El espectáculo resulta abrumador, las riadas de personas, los enormes edificios, las siluetas de espacios o lugares que hemos visto tantas veces en el cine o en la televisión: a la izquierda Times Square, de frente el maravilloso rascacielos Chrysler…

Manhattan es una lugar con una perspectiva muy particular que nos obliga a mirarlo como no miramos ningún otro sitio en el mundo y que creo que está íntimamente relacionada con lo especial que es pasear por sus calles, siempre llevando nuestra mirada hacia delante y ofreciéndonos un espacio que parece inagotable: las largas avenidas se abren frente a nosotros como si no fuesen a acabar nunca. Por si esto fuera poco las distancias no son cosa de broma y nuestro avance parece ralentizarse ante el infinito que se despliega en nuestra contra, como si anduviésemos por uno de los pasillos mecanizados de un aeropuerto pero en la dirección equivocada; una percepción a la que también contribuye, por supuesto, el descomunal tamaño de los edificios y de las manzanas.

Mientras tanto, miles de personas caminan a nuestro lado y se cruzan con nosotros. Algunos son videntes turistas como nosotros mismos, mientras que otros se nos antojan descaradamente neoyorquinos, aunque esa denominación incluye tantas tipologías diferentes que resulta difícil usarla: los típicos negros enormes y gordísimos vestidos como raperos enormes y gordísimos; las mujeres de piel muy blanca y ojos claros, elegantes, altas y delgadas, pisando con resuelta seguridad las aceras de una ciudad que no parece que las intimide como nos intimida a nosotros; las parejas de hispanos jóvenes, no muy distintas de las que ya es tan fácil ver por Madrid: pequeños, cariñosos y de algún modo difícil de explicar ilusionados ante el futuro; los hombres y las mujeres de origen asiático: chinos, japoneses o coreanos, vaya usted a saber, avanzando con urgencia mientras hablan por su teléfono móvil con un perfecto acento o en un absolutamente desconocido idioma.

Todos recorren la ciudad con una prisa que al pausado turista (permanentemente mirando hacia arriba y parando cada dos por tres) no deja de sorprenderle, invadiendo el asfalto invariablemente unos segundos antes de que el semáforo conceda permiso para cruzar, sorteando los taxis rabiosamente amarillos y, siempre que les es posible, aprovechando los atascos para atravesar la calle sin tener que detenerse.


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