domingo, 10 de agosto de 2008

Daniel el Viajero - Parte I

NOTA : las fotos van como enlaces, después de un arduo trabajo e intercalar las fotos cada una en su sito, Blogger no lo permite, da un error y he tenido que poner los enlaces.



Llegada a La Habana

Y en vez de las respuestas que buscaba

un ciclón de preguntas me esperaba

y en el desván del alma de la gente

dormía Silvio soñando con serpientes



El sábado 1º de marzo de 2008, luego de un viaje maratónico, que comenzó a las 6 de la mañana en Buenos Aires e incluyó escalas en Lima y en San José de Costa Rica, mi esposa y yo llegamos al Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana pasadas las diez de la noche.

El primer contacto con Cuba se produce en migraciones, cuando el oficial a cargo coteja la foto del pasaporte con la cara del viajero. Se toma unos cuantos segundos hasta cerciorarse de que se trata de la misma persona.Más allá de esto, el trámite no representa problema alguno.

Inmediatamente nos dirigimos a la Cadeca y cambiamos los primeros euros a CUC.

Salimos al hall del aeropuerto e inmediatamente se comenzaron a suceder variadas ofertas de taxistas interesados en llevarnos a La Habana.Nosotros habíamos leído en el foro que la manera más económica de llegar al centro era tomar un Panataxi blanco o amarillo, y que la tarifa lógica serían unos 15 CUC.

Nos tomamos unos cuantos minutos, recorrimos el aeropuerto y su área externa de punta a punta y no vimos ni un solo Panataxi.Sólo había una parada de taxis y un tipo con un handy que organizaba el tema. Todos los taxis nos pedían 25 CUC por el viaje.Luego de negociar bastante conseguimos uno que nos llevó por 20 CUC.

Lo que más llama la atención cuando uno llega a La Habana por primera vez y de noche, es la oscuridad. La iluminación de las calles es muy escasa. Sin embargo, y a pesar de ello, asombra la cantidad de gente que circula en la penumbra, ya sea esperando algún utópico autobús o simplemente caminando.

Nuestro destino era la Casa Abel, en Centro Habana, que teníamos reservada previamente vía e-mail.

Allí llegamos. La Casa Abel se encuentra en la calle Blanco, un callejón de 150 metros de extensión. Cuando llegó el taxi, decidí pagar antes de descender, ya que era más fácil hacerlo allí y no con todo el equipaje en la mano. Le di los 20 CUC pactados. No me pareció apropiado dejar propina, ya que bastante tenía ya con los 5 CUC de más que me había cobrado por el viaje.

Acto seguido, fuimos al baúl del coche a retirar el equipaje y el taxista, imagino que molesto por la ausencia de propina, abrió de tal manera el baúl como para que las mochilas cayeran al piso, que estaba mojado y con barro.

Nos disponíamos a llamar al timbre, pero un sujeto que pululaba por allí, lo hizo por nosotros.

Nos dijimos: “primera prueba de fuego en Cuba”. Al poco tiempo salió Abel. Nos comunicó que los viajeros anteriores, unos suecos, habían tenido un problema con el vuelo y que se tuvieron que quedar dos días más. Pero que no nos hiciéramos problema, porque él se había encargado de conseguirnos otra casa, a 200 metros de allí, al mismo precio.

A esa hora, no vimos otra opción.

La situación era rocambolesca: el taxista dijo con su cara de piedra que por llevarnos esos 200 metros la tarifa era otra. Lo mandamos a tomar por la espalda ancha, como dirían en España, y decidimos ir a pie. Nosotros teníamos un equipaje voluminoso, ya que además de las mochilas, llevábamos un inmenso y pesado bolso con donaciones.

El sujeto que había llamado al timbre, sin decir agua va, tomó el bolso para llevarlo. Yo se lo arrebaté de las manos y le dije bruscamente que no necesitaba su ayuda.

A pesar de esto, el tipo tomó una manija del bolso y no hubo manera de espantarlo. Acto seguido dijo: “yo no sé por qué los argentinos son tan desconfiados”.

Yo le respondí que no era desconfianza sino que cuando necesito ayuda la pido y que no era el caso. La verdad es que sí la necesitaba, pero no quería estrenarme en Cuba con una propina, y además lo que me había cabreado era que yo no le había pedido nada al tipo, sumado al cabreo previo con el taxista.

Llegamos a la otra casa, cuyos dueños son Martica y Miguel, un matrimonio de unos 60 años de edad.

Ingresamos a la casa y dejamos nuestro equipaje en la habitación. El tipo que nos había acompañado se quedó en la puerta de la casa.

Abel vino a la habitación con nosotros. Yo le pregunté si conocía al tipo y Abel nos respondió: “pues claro, es un vecino mío. Yo le pedí esta tarde que cuando ustedes lleguen me ayude con su equipaje. No tienen que darle nada, lo hizo porque yo se lo había pedido”.

¡Qué lección me habían dado! Y yo que pensé lo que cualquiera que viaja a Cuba con un mínimo de información previa hubiera pensado: que era uno de los tantos aprovechadores que pululan alrededor de los turistas.

Hacía 20 minutos que habíamos llegado a Cuba y ya había visto el contraste que ofrece el país, en dos ejemplos concretos: un taxista francamente desagradable y un vecino noble y honesto, que esperó hasta bien entrada la noche para ayudar a su vecino y a nosotros en última instancia, sin pedirnos nada a cambio.

La casa de Martica y Miguel tiene un comedor amplio, repleto de adornos y souvenirs. Martica es una profesora de danzas españolas, hija de españoles, y muy arraigada a sus orígenes. Ella recuerda con mucho cariño un viaje que hizo por España, representando a Cuba en un festival de danzas españolas, o algo así.

Ambos conforman un matrimonio acogedor. Quien llega a Cuba por primera vez y tiene la fortuna de alojarse con ellos, se sentirá como en su propia casa. Nosotros habíamos salido de nuestra casa en Buenos Aires a las 3 de la mañana. Viajamos todo el día, llegamos a la casa de Martica y Miguel casi a la medianoche. Estábamos molidos, y sin embargo nos quedamos conversando con ellos hasta las 3 de la madrugada. Son un encanto de personas.

La habitación es sencilla, pero tiene todo lo necesario: una cama cómoda, limpieza, baño dentro de la habitación y aire acondicionado.

Seguramente habrá casas más lujosas en La Habana. Pero no es usual encontrarse con gente como ellos.



Centro Habana

Desde el balcón que daba al malecón

veía cada mañana los peces de La Habana

bailando con la historia un guaguancón.

Y en el hotel el mundo iba al revés,

y el siglo en camiseta regaba las macetas,

y en cada bicicleta, caben tres

Al día siguiente nos levantamos temprano, ya que teníamos una cita preacordada desde Buenos Aires: encontrarnos en la Casa Abel, donde pensábamos que íbamos a estar alojados.

Nos encontraríamos con Mary, una mujer cubana que contactamos a través de Athor, un usuario del foro.Mary vive en Arroyo Naranjo, un barrio humilde de La Habana. A ella le entregaríamos material escolar, medicamentos, ropa, etc.

Llegamos a la Casa Abel para desayunar y allí nos esperaba Mary: es un encanto de persona, simpática, agradable y que vive su vida con esa alegría que sólo los cubanos pueden experimentar, más allá de las dificultades cotidianas.

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Nos quedamos un buen rato hablando con ella y luego desayunamos opíparamente en compañía de una pareja catalana que estaba hospedada en Casa Abel.

A media mañana salimos a realizar nuestro primer paseo por La Habana.

Caminamos por la Av. De Italia (Galiano) hasta el Malecón. Desde la Casa Abel son sólo dos cuadras, increíblemente llenas de gente, a pesar de que era un domingo por la mañana.

Cuando llegamos al Malecón nos encontramos con la típica postal de La Habana: a nuestra izquierda, los edificios del Vedado y a lo lejos las banderas negras de la Tribuna Anti-Imperialista, justo frente a la Sección de Intereses Estadounidenses en la isla.

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A nuestra derecha, el Castillo del Morro, recuerdo vivo de la época colonial.

Los edificios que miran al mar desde el Malecón son una rara mezcla de deterioro y encanto, junto a otros en pleno proceso de restauración.

Es uno de los rincones urbanos más hermosos del mundo, las paredes parecen hablar, la música parece salir de cada recoveco, las musas de La Habana renacen, mientras un ruidoso automóvil de los ’50 se disputa palmo a palmo un trozo de pavimento con un cocotaxi.

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Los cubanos se sientan en el paredón que separa La Habana del mar, algunos turistas toman fotos, otros hacen footing matinal, mientras las olas, implacables, rompen furiosas contra las piedras, salpicando y salando las heridas de una ciudad indomable, a la vez que refrescan a quienes se animan al implacable sol caribeño.

Justo en la esquina de Italia y el Malecón se halla el Hotel Deauville, con su fachada desconchada y su aspecto desvencijado.

Desde allí caminamos hacia el este. Llegamos al Prado, la avenida más elegante de Centro Habana. En la intersección entre el Prado y el Malecón se halla la estatua del General dominicano Máximo Gómez, héroe de la guerra de la independencia cubana, flanqueada de banderas dominicanas y cubanas.

Cerca, el Parque de los Enamorados, y junto a él, los restos de la cárcel colonial en la que estuvo detenido José Martí, el máximo héroe nacional.

Nos alejamos del mar y caminamos por el Prado hacia el sur. Los niños jugando en el sombreado bulevar, los ancianos tomando el fresco en la sombra, los jóvenes escuchando y haciendo música, los viajeros cámara de fotos en mano, le dan a El Prado un aire cosmopolita pero que no pierde su esencia de paseo dominical.

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Algunas calles después, el Prado finaliza abruptamente en el Parque Central, un diminuto espacio en el que fanáticos del béisbol discuten acaloradamente sobre los últimos partidos, en lo que se ha dado en llamar “Esquina Caliente”.

Al norte del Parque Central se encuentra el Hotel NH Parque Central, uno de los más modernos de La Habana.

Al oeste, se halla el Hotel Inglaterra, que bien vale una visita. Allí se celebró en 1879 un banquete, durante el cual José Martí pronunció un discurso a favor de la independencia de Cuba.

Justo después del Hotel Inglaterra, hacia el oeste, comienza la bulliciosa calle peatonal San Rafael, quizás la más auténtica de Centro Habana: aquí casi todo se comercializa en pesos cubanos, con la excepción del ron y los supuestos puros que los buscavidas ofrecen a los viajeros: Basta un no rotundo para que se dejen de molestar.

Volviendo al Parque Central, y girando hacia el sur, el paseo continúa por el Gran Teatro de La Habana, el más antiguo de América.

Metros después aparece el monumental Capitolio, casi idéntico al de Washington.

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Detrás del Capitolio, el arbolado Parque de la Fraternidad ofrece un aliviador descanso a la sombra. En el parque se puede admirar la Fuente de la India, realizada en 1837 en mármol de carrara por el escultor italiano Giuseppe Gagini.

Entre el Parque de la Fraternidad y el Capitolio, tomando la calle Zanja hacia el oeste se llega a la calle Cuchillo y al pórtico de ingreso al Barrio Chino, uno de los mejores sitios de La Habana para comer por poco dinero.

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Regresando al Parque Central, y luego tomando la calle Obispo hacia el este, a pocos metros se halla El Floridita, frecuentado en su época por Ernest Hemingway.

Tomando la Avenida de las Misiones hacia el norte nos encontramos con el impactante Edificio Bacardí, quizás el máximo exponente del Art-Decó en Cuba, y un par de calles más allá, con el Pabellón Granma y el Museo de la Revolución.

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Dedicamos tanto tiempo al Museo de la Revolución que se nos pasó la hora sin darnos cuenta y cuando salimos de allí ya teníamos que volver a la casa para recoger nuestro equipaje y partir rumbo a Santiago. ¡Ni siquiera habíamos almorzado y no lo advertimos! Así es La Habana, cautivante hasta tal punto que hace olvidar los sentidos y los instintos más básicos.

El Museo de la Revolución se halla en un edificio de varios pisos y narra la historia de Cuba desde la llegada de Colón hasta la actualidad, mediante cuadros, gráficos, objetos, reliquias, armas, uniformes militares, etc.

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Es una visita obligada para todo aquel interesado en la Revolución Cubana, sus causas y sus motivaciones, y también para quien quiera adentrarse en la historia del país.

Especial mención merece el “Rincón de los Cretinos”, dudoso honor que comparten Ronald Reagan, George Bush padre y George Bush hijo, los tres caricaturizados de manera muy graciosa.

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Frente al museo, se halla el Pabellón Granma. Allí, protegido por una cápsula de cristal se halla el mítico Buque Granma, con el que los revolucionarios llegaron clandestinamente a Cuba desde México. Impresiona lo precario del buque con el que un puñado de heroicos e inconscientes se lanzó a una aventura improbable.

Junto al buque hay un par de cañones, uno de ellos, cuenta la leyenda, fue el que utilizó el propio Fidel Castro para repeler a los invasores de Playa Girón en 1961.

Finalizada la visita, volvimos raudos a la Casa de Martica y Miguel. Nos despedimos de ellos y nos fuimos en taxi a la terminal de ómnibus desde donde abordamos el cómodo Viazul que nos llevaría a Santiago de Cuba.

Teníamos un hambre voraz y sólo unas galletas para mitigarlo. Por eso fue un bálsamo cuando el personal de Viazul entregó unos sándwiches y una Tu-Kola a cada pasajero.

Comimos, bebimos y a dormir. Santiago nos esperaba.

Castillo del Morro y Cayo Granma



Y el Caribe embestía contra el hotel,

y demasiados sueños dependían

de la buena o la mala puntería

que tuviera aquel día Guillermo Tell



Llegamos a Santiago de Cuba al amanecer. Retiramos nuestras mochilas y salimos a buscar un taxi. Apenas estuvimos en la calle, decenas de personas nos comenzaron a ofrecer transportes y casas particulares.

Finalmente, luego de mucho regateo abordamos un viejo automóvil de la década del ’50, que nos llevó por 4 CUC a la casa particular que ya teníamos reservada: la Casona de San Jerónimo, propiedad de la Sra. Asela, cercana al centro histórico de la ciudad, pero a la vez en una zona tranquila, a dos calles de la Plaza de Marte.

Asela nos estaba esperando con un desayuno de cuento, a pesar de que aún no eran las 7 de la mañana. Le hicimos el honor que la comida merecía y luego estuvimos listos para realizar el plan del día: ir al Castillo del Morro.

Teníamos dos opciones: ir en taxi, que según la Guía Lonely Planet se podía conseguir por 17 CUC ida y vuelta más el tiempo de espera, o ir en la guagua pública (0,20 CUP).

Nos decidimos por la segunda opción, claro.

Fuimos a la parada de la Plaza de Marte. Allí pasan diferentes guaguas, entre ellas la número 7, la 212 y la 213.

Había aproximadamente 30 personas esperando cuando llegamos. Preguntamos quién era el último para la 212, que era la que nos llevaba al Castillo.

El último resultó ser un anciano guajiro, con el que estuvimos conversando largamente durante la interminable espera. Nos resultó sorprendente que el hombre sabía sobre política internacional, economía, sobre la situación de la Argentina, sobre neoliberalismo, etc. Luego esto sería tan común en el transcurso del viaje que dejó de sorprendernos.

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Esperamos la guagua durante más de una hora. La guagua nº 7 pasaba cada 10 minutos, pero ni la 212 ni la 213 daban señales de vida.

El guajiro nos dijo que si bien la 212 nos dejaba más cerca del castillo, la 213 también nos acercaba bastante.

Visto la situación, decidimos que subiríamos a cualquiera de las dos, la 212 o la 213.

Vino primero la 213. No cabía un alfiler allí arriba, pero igual subimos y nos las ingeniamos para llegar hasta el fondo, donde iba menos lleno, aunque llenísimo igual.

A pesar de la incomodidad, la gente transmitía muy buen humor, y se sorprendían de la presencia de dos extranjeros en la guagua.

Nos comenzaron a dar charla y finalmente acabamos hablando con casi todos los que teníamos alrededor. Fue el primer contacto con el pueblo cubano no relacionado con el turismo, y no podía haber sido mejor.

Luego de una media hora de viaje, nos indicaron que teníamos que bajar del autobús y seguir a pie por un camino solitario hasta el castillo.

Sin embargo, nos esperaba una nueva sorpresa: uno de los pasajeros de la guagua, que también bajó allí, llamó a un tipo que manejaba un camión que repartía refrescos. Le explicó la situación y nos dijo que subiéramos al camión, que nos acercaría más al castillo.

Subimos a la caja del camión, donde viajaban 3 o 4 niños, seguramente los hijos del chofer. Al cabo de 10 o 15 minutos, nos indicó que bajáramos y no quiso nada a cambio de habernos llevado.

Caminamos luego unos 20 minutos por un camino pavimentado, con el Caribe a nuestra izquierda, hasta que divisamos la entrada al Castillo del Morro.

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El Castillo fue declarado Patrimonio Mundial de la UNESCO y está muy bien conservado. Su situación es impresionante: encima de un promontorio de 60 metros de alto, con vistas increíbles del puerto, del mar y de la zona circundante.

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Recorrimos cada recoveco del castillo y disfrutamos de las vistas. También vimos el Museo de la Piratería, que funciona dentro del castillo y nos topamos con una enorme iguana, al parecer habitué del lugar.

Finalizada la visita, bajamos la cuesta por un solitario camino hasta la Caleta La Estrella. Nosotros no sabíamos que allí había una playa y no habíamos llevado traje de baño. Consejo para cualquiera que haga esta excursión: llévense traje de baño. No es que esta caleta sea la típica playa caribeña ni mucho menos, pero con semejante calor un chapuzón allí sabe a gloria.

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Igualmente nos mojamos los cansados pies y seguimos caminando. Llegamos hasta el embarcadero de Ciudamar, desde donde parten los botes que van a Cayo Granma.

Durante el viaje en bote tuvimos una charla con el “botero”, quien nos contó que estaba reparando un barco y que como marinero ya había viajado a casi todas las islas del Caribe. Sin embargo, nos aseguró que le gustaría mucho viajar por el mundo como nosotros, y que al vivir en Cuba no podía hacerlo.

No quise discutir, pero fue la primera señal de que muchos cubanos no tienen la más remota idea de lo que es la vida fuera de Cuba. Y es lógico: ellos sólo conocen a los extranjeros que llegan allí como turistas a gastarse cientos o miles de euros, pero no ven la otra cara de la luna, los millones y millones de personas en todo el mundo que jamás se van de vacaciones, por no hablar de los millones que ni siquiera comen a diario ni disponen de un médico. Cosas que en Cuba resultan difíciles de imaginar.

Yo pensaba para mí: este tipo se cree que cruzando gente en un bote en Buenos Aires o en Barcelona va a ganar dinero para viajar por el mundo.

A medida que transcurrió nuestro recorrido en Cuba sí tuvimos interesantes charlas con otras personas sobre este tema.

El Cayo Granma es una pequeña isla, sin playa, atiborrada de encantadoras casas con tejas rojas. Es un lugar que transmite paz, tranquilidad. Sólo se oye el chasquido del agua del mar y el canto de algún pájaro. No hay calles, sólo un sendero que rodea la isla.

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Nuestro plan original era comer en el Restaurante El Cayo. Llegamos a la puerta. Se trata de un lugar acogedor, con mesas en un patio al aire libre, situado sobre un palafito junto al mar.

Pues bien, todo esto lo vimos desde fuera. Como casi siempre en Cuba, las cosas salen distintas a lo planeado. La puerta estaba cerrada y por más que llamamos insistentemente nadie vino a abrir, a pesar de que había gente comiendo allí.

Al cabo de unos pocos minutos, se acercó un lugareño y nos ofreció ir a comer a otro sitio. No teníamos ningún interés en debutar como pardillos pagando comisiones, por lo que nos negamos.

Terminamos de recorrer el Cayo, volvimos al embarcadero y subimos al bote con destino Punta Gorda, lugar desde el que, hipotéticamente, parte la a esa altura mítica guagua 213.

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Esperamos casi una hora. Mariana se durmió cuan larga es a la espera del improbable y utópico rugir del motor de la bestia mecánica mientras yo me puse a conversar con las dos personas que esperaban la guagua. Me contaron que hace unos meses la guagua pasaba con una frecuencia medianamente razonable, pero que en las últimas dos semanas se había averiado un vehículo… ¡y sólo quedaba un autobús que hacía la ruta! El tiempo del recorrido de punta a punta era de una hora y media, por lo que según mis cálculos la guagua pasaría cada tres horas, suponiendo que el chofer sea un ser sobrenatural que no come ni tiene necesidades fisiológicas.

Mientras yo hacía estos cálculos, cada cinco o diez minutos pasaba un taxi que ofrecía llevarnos a Santiago. Cuando nos negábamos seguía su camino incrédulo de que dos yumas (turistas) que tienen fula (dinero) esperen la guagua.

Al cabo de una hora llegó la 213. Es imposible describir la situación. Éramos 4 personas en total esperando. Cuando la guagua asomó a lo lejos, surgieron de manera inverosímil diez o quince personas más.

Con mi habitual naturaleza optimista, pensé: “no está mal, sólo tardó una hora en venir, podrían haber sido tres y con el chofer haciéndose encima”.

Como la guagua parte de allí, nos sentamos. Sin embargo, a los pocos minutos se llenó de manera increíble, igual que en el viaje de ida. Descendimos del autobús en pleno centro de Santiago. Eran casi las cinco de la tarde.

No habíamos probado bocado desde el desayuno, habíamos caminado varios kilómetros. Estábamos famélicos.

Buscamos algún sitio para comer en el centro de Santiago, sin suerte. Casi todos los sitios no servían comidas a esa hora y los pocos que se mantenían abiertos, estaban flanqueados por un ejército de jineteros pretendiendo llevarse su comisión llevando turistas a comer al sitio que estaba a pocos metros de ellos.

Intentamos vanamente ingresar a algún restaurante sin acompañantes, pero fue misión imposible. Aún éramos novatos en Cuba y se notaba. No volvería a pasarnos algo así en todo el viaje.

Finalmente volvimos a la casa de Asela, comimos una galletas de nuestras provisiones, nos dimos un baño y nos fuimos al barrio residencial de Vista Alegre.

Allí está el Café Palmarés, situado justo enfrente del Meliá. Se trata de un bonito sitio, con mesas al aire libre rodeadas de palmeras. Además el lugar ofrece el extra de ver el espectáculo patético que dan turistas de 60 años promedio, alojados en el Meliá, cortejando a imponentes mulatas de 20 o 25 años. Seguramente muchos de ellos son los mismos que luego apoyan políticas anti-migrantes en sus países. Es decir: negr@s y mulat@s en vacaciones pues bienvenidas, pero en mi país, sólo blanquit@s. Cualquier pensamiento que el lector asocie con la palabra “hipocresía” viene muy a cuento.

Allí si, al fin, comimos. Fue una mezcla de almuerzo, merienda y cena, todo a la vez, por lo que quedamos pipones.

Ya entrada la noche tuvimos la intención de ir a tomar un helado a Coppelia de Santiago, situada a mitad de camino entre Vista Alegre y el centro histórico. Sin embargo, Coppelia estaba cerrada, ya que se había acabado el helado.

En esta caminata, unas 15 cuadras, vimos por primera vez la peculiar escena: decenas, cientos de cubanos y cubanas hablando en las calles, en las plazas, en los portales. Era un lunes pasadas las 10 de la noche, pero nadie se iba a su casa.

A medida que nos acercábamos a la casa de Asela, el barrio se hacía más tranquilo. Había familias cenando con las puertas de la casa abiertas y niños jugando incansablemente en la calle. Vimos varios campeones de béisbol que bateaban una tapa de refresco con un palo de escoba divirtiéndose a lo grande. Si los vieran los niños de nuestros países, tristes y con complejos varios, a pesar de contar con la última versión de la Play Station.

Basta con caminar por las calles para ver que en Cuba los únicos privilegiados son los niños, que disfrutan sin el peligro de las drogas, sin violencia, sin consumismo vacío. En Cuba los niños juegan sanamente hasta caer extenuados, sin necesidad de enclaustrarlos en la casa cuando cae el sol.

Llegamos a la Casa de Asela en un estado calamitoso, como si nos hubiera pasado por encima el AVE Madrid – Sevilla de ida y de vuelta.

Creo que me quedé dormido mientras me lavaba los dientes. Mañana sería otro día.



Continuara .....




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