jueves, 14 de agosto de 2008

Dani el Viajero - Parte III

Viaje de Santiago a Baracoa



“Y las viejas banderas llamando a las trincheras

desde el mural añil de la pared

donde una mano ha escrito ‘Haydee, te necesito’

sobre la boina mítica del Che”



Asela nos despertó al amanecer. Nos despedimos de ella y nos fuimos en taxi a la terminal de Viazul para abordar el autobús que nos llevaría a Baracoa que, como siempre, partió puntualmente.

La primera mitad del viaje atravesamos pequeños poblados, repletos de niños que iban a la escuela y que saludaban al paso del autobús.

Cuando llegamos a la ciudad de Guantánamo hicimos una parada de diez minutos, que aprovechamos para comprar una botella de agua: el calor era impresionante y todavía no llegábamos a media mañana.

Luego de dejar atrás Guantánamo la carretera es digna de pegar la nariz a la ventanilla.

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En primer lugar el autobús llega hasta la costa sur de Cuba y se puede apreciar el turquesa Mar Caribe durante kilómetros de agrestes y pequeñas calas alternadas con acantilados y rocas. Algunas playas de la zona son Playa Imías y Playa Yacabo. Quien haga este viaje no olvide sentarse del lado contrario al del conductor del autobús, para ver los mejores paisajes.

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Más adelante, siempre por la costa, el autobús llega a Cajobabo. Junto a una pequeña y desierta playa hay un monumento que recuerda el desembarco de José Martí en ese preciso lugar en 1895, con el objetivo

de iniciar la segunda guerra por la independencia de Cuba. El monumento es muy pintoresco: una pequeña barcaza con un tranquilo Martí sentado en ella dispuesto a desembarcar.

Una vez se deja atrás Cajobabo el autobús gira hacia el norte y se dirige a Baracoa por la mítica carretera La Farola, que atraviesa la Sierra del Pueril.

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La Farola fue la primera gran obra de infraestructura realizada luego de la Revolución, y permitió comunicar a Baracoa con el resto del país. Hasta 1964, cuando se inauguró La Farola, sólo se podía llegar y partir de Baracoa por vía marítima.

La carretera es una vía de montaña impresionante, rodeada de exuberante vegetación, ríos amarillos y chocolatados, paisajes de ensueño, poblados imposibles con casas de madera y bambú y como siempre, niños, muchos niños jugando a sus anchas por todas partes. En Cuba los niños son la cara de la felicidad.

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Faltaban 17 kilómetros para llegar a Baracoa cuando el autobús anunció una nueva parada. Era en el medio de la nada, sólo había una casa de la cual salió presta una mujer a vender frutas y chocolates (esta región de Cuba es famosa por su fábrica de cacao). Como se ve, en Cuba cada quien tiene su rebusque.

Minutos después seguimos viaje hasta Baracoa.



Baracoa

“Desde el balcón, la calle era un danzón

y el cielo, una acuarela

manchada por las velas

de las tres carabelas de Colón”



Cuando el autobús llegó a la pequeña terminal de Baracoa, un ejército de hombres, mujeres y niños, carteles en mano, se disponían a abordar a los viajeros para alojarlos en sus casas particulares.

Luego advertimos que Baracoa es en realidad un hotel gigante de mil puertas: prácticamente todas las casas están habilitadas para rentar habitaciones a turistas y se podría decir que todos los dueños de todas las casas estaban allí, en la terminal.

Entre la alborotada muchedumbre divisamos un cartel que decía “Daniel y Mariana”. Era Onoria Delgado, la dueña de la casa que habíamos reservado por e-mail desde Buenos Aires.

Llegamos a ella esquivando gente al mejor estilo estrella pop gambeteando fans a la salida de un concierto.

Fuimos andando hasta su casa, a sólo tres cuadras de la terminal.

El calor era algo difícil de describir. Onoria no tuvo mejor idea que recibirnos con un zumo de frutas helado reparador. Enseguida congeniamos con ella.

La casa de Onoria es sencilla, pero tiene todo para hacerse querer por el viajero. En especial un balcón con vista a la bahía de Baracoa y a El Yunque, la montaña de cima plana emblemática de la ciudad.

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Nuestra primera salida en Baracoa fue al Banco de Crédito y Comercio, ya que nos quedaban pocos CUC de los cambiados en el aeropuerto de La Habana.

Luego regresamos a la Casa de Onoria, nos duchamos y salimos de recorrida. No habíamos almorzado y eran ya casi las tres de la tarde. El único lugar abierto que encontramos fue la Cafetería El Parque, al lado de la Catedral. Había más de 30 mesas y sólo una ocupada: una de las dos que estaba a la sombra. El resto de mesas vacías hervían al sol.

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Nos sentamos en la que quedaba a salvo del inclemente astro rey y pedimos lo que haya. Nos sirvieron una tortilla de papas, un tostado de jamón y queso, aros de cebolla, un poco de pollo y una ración de papas fritas, todo acompañado de dos Tukolas, el refresco cubano que imita a la Coca Cola. Al principio, nos pareció un verdadero fraude, pero con los días uno se acostumbra y… no sabe tan mal después de todo.

La comida no estaba mal por ser un restaurante estatal y fuera del horario de almuerzo.

En la mesa de al lado, la única ocupada y a la sombra como dije, un grupo de tres cubanos: uno decididamente homosexual, uno que nos pareció que pateaba hacia las dos porterías y un tercero que no pudimos clasificar.

El que era decididamente homosexual hablaba a los gritos recordando amores pasados, el que jugaba a dos puntas, botella de ron en mano, quería a toda costa vendernos algo, desde una actuación musical hasta alquilarnos una bicicleta.

La charla fue haciéndose más amena a medida que fueron advirtiendo que sacarnos un CUC iba a ser más difícil que ver a Fidel Castro tomando fotos en el Empire State.

Finalmente terminamos a las risas, hablando de Argentina, del tango, de la vida en Cuba y del cambio positivo que hubo en la isla respecto a la homosexualidad.

Más tarde caminamos hacia el sur de la ciudad por la calle José Martí hasta el Museo Municipal. Luego regresamos al centro por el Malecón.

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El Malecón de Baracoa no es ni por asomo tan cautivante ni fotogénico como el de La Habana pero tiene su encanto. Las olas rompen con violencia, arrojando unas frescas gotas que mitigan efímeramente el calor imperante. La gente pasa en carros a pedales, bicicletas, motos y cualquier transporte improvisado. El mapa arquitectónico de la ciudad intercala casas multicolores de madera típicas de la zona con edificios de hormigón esperpénticos que, según nos dijeron, fueron diseñados por técnicos búlgaros durante la época de la URSS.

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Llegamos hasta la punta norte, donde se halla la estación de autobuses, que por ese entonces estaba desierta, nada que ver con nuestra llegada: a Baracoa llega un solo autobús al día y es el momento para que los dueños de casas particulares capten a sus clientes.

Contigua a la terminal, una estatua del Cacique Hatuey domina la escena.

Hatuey se levantó en armas contra los españoles durante el siglo XVI, causando estragos a los conquistadores utilizando avanzadas tácticas de guerra de guerrillas. Finalmente fue encarcelado y condenado a morir en la hoguera.

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Cuenta la leyenda que antes de proceder a su ejecución, un sacerdote le ofreció una cruz a Hatuey, y le preguntó si quería ir al cielo.

Hatuey respondió: ¿Allí irás tú y el resto de los españoles? Cuando el cura respondió que sí, Hatuey dijo que entonces prefería el infierno.

Curiosamente la historia salió a la luz a partir del libro “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, de Fray Bartolomé de las Casas, un cura español de notable tarea en la protección de los derechos de los indígenas. La Revolución Cubana rescató la historia de Hatuey, quien hoy integra el “panteón” de próceres cubanos.

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Poco más adelante, cuando el malecón finaliza, ya a 200 metros de la casa de Onoria, nos detuvimos junto a la bahía para disfrutar del impresionante atardecer de Baracoa, con el sol poniéndose detrás de El Yunque, dándole a la ciudad un aire de fotografía ocre, en distintos tiempos, en distintas épocas. Una fotografía de Cuba, al fin y al cabo.

Mientras, un grupo de chicos castigaban un gastado balón de fútbol en plena calle, por la que no parecía circular un coche desde hacía al menos cinco décadas, o quizás desde siempre.

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Volvimos a la casa de Onoria y poco después cenamos en su casa: pescados y mariscos, papas y bananas fritas, ensaladas, zumos de frutas y todo con el sabor casero e inigualable de Onoria, la mejor cocinera de Cuba según mi experiencia.

Opíparos, nos dirigimos a hacer la digestión a la Casa de la Trova, al lado de la catedral y enfrente de la Cafetería El Parque. En realidad, casi todo en Baracoa se halla en esos 30 metros contiguos a la catedral.

La Casa de la Trova es la mejor de Cuba, por lejos: es la más auténtica, la más genuina, la que más cubanos tiene con relación a turistas.

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La entrada es gratuita y sólo se cobra lo que se beba a precios muy razonables. La pasamos genial y hablamos largo rato con un joven cubano sobre su país, la situación política y las ventajas y desventajas de la vida en Cuba con relación al resto del mundo. Como siempre, asombran los conocimientos que tienen la mayoría de los cubanos sobre casi cualquier tema que se toque.

Luego de tres días en la Playa Maguana, que se tratarán en la próxima etapa, volvimos a Baracoa para disfrutar de la “Noche Baracoense”, que se celebra cada sábado por la noche en el centro de la ciudad.

Por si hiciera falta, se cierra el tránsito y se baila y bebe hasta altas horas de la madrugada. Es una de las fiestas más genuinas de Cuba.

A la mañana siguiente, caminamos hacia el Museo de Arqueología, del que la Guía Lonely Planet habla maravillas. Lamentablemente, y luego de caminar más de media hora cuesta arriba por la colina que circunda la ciudad, nos encontramos con que estaba cerrado. Allí coincidimos con un estadounidense que había burlado la prohibición que el gobierno de su país impone a sus habitantes de visitar Cuba. Nos cayó muy bien. Era un ferviente defensor de Cuba y un gran crítico de Estados Unidos. Baracoa era la ciudad que más le gustaba en Cuba.

Nos despedimos de él y fuimos al Hotel El Castillo, para disfrutar de las maravillosas vistas desde su terraza, con la ciudad debajo y el mar de fondo.

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Posteriormente, saboreamos un chocolate cargado y espeso (muy recomendable) en la Casa del Chocolate, en el centro de la ciudad. Yo quería un helado de chocolate, que se promocionaba en ese sitio, pero al igual que en Santiago, en Baracoa tampoco había helado.

Volvimos a la Casa de Onoria, quien tenía preparado un precioso collar que le regaló a Mariana. Nos despedimos de ella con besos y abrazos, prometiéndole recomendar su casa particular, que es lo que estoy haciendo en este momento: si van a Baracoa, no se van a arrepentir. Es imposible pasarla mal en la casa de Onoria y en esa ciudad preciosa.

Nos fuimos de Baracoa.

Un largo viaje en autobús nos esperaba.

Continuara ....




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