Curiosamente, empezamos a andar con algo de frío (y eso que no madrugamos), aunque el cielo estaba completamente despejado la temperatura era baja y nada nos hacía prever que pasaríamos la mayor parte del día en mangas de camisa. De hecho, creo que lo más destacado de ese día (y de buena parte de los siguientes) fue disfrutar en el mes de octubre de un tiempo casi más propio de agosto, al menos en Galicia.
El Camino salía de Sarria por la parte alta de la población (la más bonita, por cierto) y tras uno primeros tramos más dubitativos se empinaba notablemente en mitad de un bosque y, ya en una parte más alta, se adentraba en el paisaje por el que íbamos a estar andando a lo largo de todo el día: zonas de orografía suave en las que se iban alternando regularmente los prados y las zonas boscosas.
En mitad de la cuesta, por cierto, se encontraba uno de los árboles más hermosos que íbamos a ver en los cinco días de viaje y, como todavía no estaba muy desecho por el cansancio, paré a hacerle la correspondiente fotografía.
Una de las diferencias de esta etapa del camino es que casi todos los bosques son de castaño o roble, mientras que en los días siguientes lo más habitual eran los eucaliptos que forman arboledas muy agradables pero, para mi gusto, algo menos bonitas, supongo que por ser menos frondosas o quizá porque se trata de árboles que, de puro rectos, resultan menos fotogénicos.
Momento culminantes del día fue la comida, no tanto por el menú, que la verdad es que no estuvo nada mal y por un precio más que razonable, sino por el lugar que encontramos y que es, sin duda, una de mis recomendaciones más claras de los cinco días de camino: la Bodeguilla de Mercadoiro.
Se trata de un restaurante situado junto al camino y con un bonito toque modernorural, una terraza la mar de agradable para comer y, sobre todo, una maravillosa pradera de césped en la que relajarse al sol una vez cumplido el trámite de llenar la panza.
Compartíamos espacio con un grupo de peregrinos, jóvenes extranjeros y guitarreantes (aunque hay que reconocer que bastante tranquilos y hasta simpáticos), y un par de niños más porculeros a los que perfectamente les habríamos podido cantar el famoso verso de Serrat: “Niño, deja ya de joder con la pelota”.
Pero ni los chavales gritones consiguieron romper el apacible encanto del césped, las hermosas vistas y el sol tibio que hicieron que ponerse en marcha de nuevo fuese un esfuerzo infernal para superar una pereza poco menos que inmensa.
De lo que quedaba de etapa lo más llamativo, además de descubrir que con unos cuantos kilómetros en las piernas las bajadas son casi peor que las subidas, fue la llegada a Portomarín, un pueblo desplazado por el embalse del Miño que tiene a su vera y al que se entra a través de un elevado puente en el que, cuando el agua está baja, se ven los restos de otro mucho más antiguo por el que a sabe cuántos peregrinos debieron pasar.
Como el actual Portomarín es nuevo no tiene el encanto de otros pueblos del Camino, no es que sea feo, que no lo es en absoluto, pero sí le falta algo o tiene cierta artificiosidad que quizá no percibiríamos si no conociésemos la historia pero que, sabiéndola, es inevitable sentir.
Eso sí, en el centro de la plaza está San Nicolás, la peculiar iglesia – fortaleza que afortunadamente no olvidaron en la vieja ubicación del pueblo (fue traída piedra a piedra desde allí, como un templo egipcio que huyese de la presa de Asuán) y que, además de detalles hermosos como la decoración de su puerta, tiene una particular e interesante belleza en su forma, mitad de ermita mitad de castillo.
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