Seguro que a ustedes, como a mí, les han hecho esa pregunta tras alguno de sus viajes. Después de visitar un país como Egipto, por ejemplo, te preguntan qué es lo que más te ha gustado y te dejan en la solitaria e ingrata tarea de rechazar de un plumazo templos, pirámides, callejuelas cairotas o al maravilloso Nilo.
O tras conocer Estambul te ves forzado a escoger entre mil increíbles mezquitas; o si no, quizá todavía más complicado, vuelves de Nueva York, y te toca decidir si tu corazón está con Central Park, con el perfil de Manhattan sur o con un maravilloso atardecer en la cumbre del Empire State.
Además, tengan cuidado porque ésta suele ser una pregunta aparentemente inocente, pero irremediablemente con trampa. Es una cuestión con la que nosotros mismos somos los cuestionados y, en realidad, nuestro interlocutor sólo quiere comprobar si somos tan vulgares como para que nos guste lo que a todo el mundo o tan redichos como para elegir un extraño museo o un pequeño monumento del que él no ha oído ni hablar.
Cuando me hacen a mí la pregunta tras un viaje concreto me suelo quedar más con alguna sensación, con un momento que por alguna razón resultase especial, que con este o aquel monumento. De hecho, normalmente tal o cual iglesia, este o aquel monumento, o ese museo tan impactante estarán allí si volvemos a ese lugar dentro de un tiempo, así que lo que es irrepetible son las sensaciones especiales que algo nos haya provocado por algún motivo casual.
Así por ejemplo, Notre Dame seguirá al borde del Sena si vuelvo a París, pero será difícil que viva en ella un momento como el que viví hace unos años, cuando por casualidad me encontré en una misa con la música del órgano a todo volumen hasta un punto tal que los graves retumbaban dentro de mi pecho como si estuviese junto a los altavoces de una discoteca bakaladera.
Puede que sea mucho menos conocido dentro de los circuitos turísticos, pero recuerdo otro momento especial que tuvo como lugar el puerto de Hamburgo, en una terraza flotante dentro de las propias aguas del Elba, tomando un café con leche y viendo la asombrosa maniobra de atraque de un inmenso carguero de Maersk. Todo en un día primaveral (que ya es cosa rara en Alemania) y con la compañía de un gran amigo.
Nueva York es la ciudad de los momentos cinematográficos, no sólo porque es relativamente sencillo dar con un rodaje en pleno Manhattan sino porque toda la Gran Manzana es como un inmenso plató en el que nos ocurren cosas como encontrarnos con la pista de hielo del Rockefeller Center todavía en marcha a principios de abril y con dos patinadoras ensayando una coreografía con los sones del New York, New York en la voz del mismísimo Frank Sinatra. Créanme si les digo que me parecía estar soñando.
Y ya que hemos mentado Egipto al principio del post, también allí hubo un momento especial: quedarme absolutamente sólo dentro de la sala de las momias reales del Museo de El Cairo, tras compartir el reducido espacio con un ruidoso grupo de estudiantes estos se marcharon y me dejaron allí contemplando a Ramsés, Seti y algunos de sus antecesores y predecesores.
He dicho antes que estaba sólo, pero lo mágico del momento fue que, en el silencio sepulcral de la pequeña sala me sentí en compañía de personas (cuando ves el pelo rojo de Ramsés sientes sin duda su humanidad, que era un individuo real, de carne, hueso y cabellos), y de personas que habían atravesado milenios enteros para estar junto a mí.
Díganme si eso es o no especial.
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