jueves, 11 de noviembre de 2004

Pinceladas de Egipto I: Abu Simbel

Para llegar a Abu Simbel desde Asuán hay que recorrer unos 280 Km. por una carretera de doble sentido que atraviesa el desierto. Como allí el calor es indescriptible, las visitas empiezan con el alba, así que hay que ponerse en pie a eso de las tres de la mañana.



Los conductores de los autocares conocen la ruta a la perfección, si unimos esto a la temeridad innata del conductor egipcio y a que no hay demasiado tráfico el resultado es que el viaje se hace a unas velocidades que pondrían los pelos de punta al mismísimo Fernando Alonso.



Otro aspecto curioso de la excursión, que en muchas ocasiones es la primera que hace el visitante recién llegado a Egipto, es percibir de forma directa las excepcionales medidas de seguridad que toma el gobierno egipcio, muy preocupado por la posibilidad de atentados terroristas que, de hecho, ya han perjudicado bastante a su mercado turístico. Todos los autocares salen a la misma hora y forman una prolongada caravana hasta el destino. Además, en cada autobús viaja un policía (el nuestro era el increíble hombre del cuello de goma: paso todo el trayecto durmiendo en posturas absolutamente inverosímiles).



Bueno, pues tras vivir en primera persona una reedición de los entrañables dibujos animados “los autos locos” en versión autocar y disfrutar de un extraordinario amanecer en el desierto se llega por fin a Abu Simbel.



Lo impresionante de este templo es que logra colmar las expectativas. Desde niño lo he visto en libros, documentales y fascículos de toda índole, imaginándolo como algo grandioso, especial. Y lo es



Cuando uno lleva muchos años esperando algo, imaginándoselo y preguntándose cómo será corre serio peligro de que la realidad, por muy hermosa que sea, esté por debajo de nuestros sueños. Como digo, no es el caso en Abu Simbel, cuando llegué al pie del tremendo templo y me enfrenté cara a cara con los tres inmensos colosos que han sobrevivido durante más de 3.000 años me quedé sin palabras, sobrecogido. Y no es sólo por el impactante tamaño del conjunto, sino también por su belleza y por la sensación de serena majestuosidad que transmite.



Y por si esto no es suficiente, está también el interior del templo, con sus relieves, estatuas, las pinturas originales que todavía se conservan y, para los más imaginativos, su ambiente de lugar secreto y, por así decirlo, “de maldición faraónica” (atestado de turistas, eso sí).



En definitiva, un primer contacto brutal con el arte del Egipto Antiguo.







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