El primero de ellos está situado en las callejuelas que rodean a la Mezquita Nueva, cerca del puerto. El Bazar propiamente dicho está formado por dos o tres largas galerías abovedadas y repletas de tiendas, pero en las calles que rodean la curiosa construcción se monta un mercado igualmente abundante y quizá algo menos destinado a los turistas y, por tanto, casi más interesante.
En el Bazar de las Especias se puede comprar de todo: sartenes y ollas, cerámica, pashminas, regalos de lo más variado (había unos platos luminosos con imágenes de la Kaaba que eran impresionantes), dulces, joyas y relojes, dátiles y, por supuesto, especias: a granel expuestas en grandes sacos o preparadas para el turista en regalables y transportables cajas: azafrán, clavo, canela, pimienta… todas despidiendo generosamente sus aromas a un viajero que pronto pasa de sorprendido a embotado, todas de colores casi tan fuertes como sus olores.
Capítulo aparte merece el Gran Bazar, el mercado más conocido de Estambul y quizá del mundo. Está situado en una zona muy céntrica de la ciudad, a tiro de piedra de la Plaza de Sultanahmet (una de las más impresionantes que he visto nunca, por cierto). Como en de las Especias, el Gran Bazar está formado por una serie de galerías abovedadas, sin embargo en esta ocasión no se trata de dos o tres, sino de docenas de ellas, tantas, tan irregulares y tan intrincadas que acaban por parecer centenares.
Contrariamente a lo que cabría esperar, o al menos a lo que suponía el viajero, las tiendas no están ordenadas de forma temática ni de ninguna otra forma. Si bien hay zonas del Bazar en las que abundan, por ejemplo, las joyerías, no hay ningún orden establecido que deba ser respetado, por lo que uno puede encontrarse con un escaparate repleto de camisetas falsas de equipos de fútbol de toda Europa franqueado por dos joyerías extremadamente cargadas de oro.
El viajero se interna descuidadamente por el Gran Bazar, cámara de fotos en ristre y va siguiendo las galerías que le marca su instinto, girando ahora a la derecha y ahora a la izquierda, sin darle demasiada importancia. Así, cuando viene a pararse ya le es completamente imposible desandar sus pasos y está perdido y desorientado: exactamente lo que pretendía, pues precisamente es esa desorientación, esa voluntaria pérdida del control lo que le permitirá disfrutar del Gran Bazar de verdad, no como un remedo más o menos exótico de las cortytiendas – y podría ser eso si nos limitásemos a pasear y comprar – sino como un mundo totalmente diferente aunque al final nos dediquemos a algo tan europeo como el consumismo pagado en €.
Tienda tras tienda, escaparate tras escaparate y avieso comerciante tras avieso comerciante el Gran Bazar se le va subiendo a uno a las barbas, invadiéndolo, embotellándolo hasta que llega un punto en el que el cansancio en lugar de dejarse sentir en las piernas se nos presenta en los ojos, que no pueden seguir más el agotador ritmo de observación que nos imponen las repletas galerías. Es el momento de salir, buscar una tranquila callejuela peatonal junto a la cercana mezquita (en Estambul siempre hay una cerca) sentarse y escuchar quizá la llamada del muecín. Hemos salido del Gran Bazar, pero seguimos sintiéndonos en otro lugar, no tan sólo en otra ciudad.
Una de las típicas tiendas del Bazar de las Especias.
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