jueves, 25 de noviembre de 2004

Cinco consejos básicos sobre fotografía viajera

El viajero aficionado y el fotógrafo aficionado son dos especimenes que suelen unirse en un único ser humano. Por si esto no fuera poco los viajes son una de las escasas ocasiones, junto con las celebraciones de cumpleaños por ejemplo, en las que todo el mundo saca fotografías. Sin embargo, tanto en un caso como en otro los resultado suelen ser algo decepcionantes: en la fiesta estábamos más guapos y los monumentos y los paisajes eran mucho más hermosos.

En este artículo pretendo darles algunos pocos consejos que quizá les sean de utilidad a la hora de hacer fotografías de sus viajes. Ya sé que esto puede sonarles un poco atrevido puesto que no soy fotógrafo profesional, pero voy a correr el riesgo por dos razones: a) hago exactamente el mismo tipo de viaje rápido/barato que ustedes, así que tengo una idea bastante aproximada de las condiciones en las que harán sus fotos; y b) tengo una desvergüenza notable.

El primer consejo y mandamiento del fotógrafo de viajes es que debe usted tomarse el tiempo que cada foto necesita. Una de las cosas que más suele faltarnos cuando estamos de viaje es tiempo, por lo que no es fácil hacer algo más que bajarse del autobús y soltar una ráfaga al monumento de turno. Sin embargo, hay que hacer el esfuerzo: una vez decidido el encuadre tómese unos segundos para estudiarlo bien y atender a pequeños detalles que marcarán la diferencia: que la fotografía no “caiga” hacia un lado, que ese andamio de la obra de restauración no se nos haya colado por un borde, que no se vea nuestra sombra…

Una segunda cosa que debemos intentar es aprovechar los momentos en los que la luz es mejor, y las mejores luces son las de las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde. Esto implica que, en la medida de lo posible, debe usted hacer el esfuerzo de madrugar un poquito más de lo que sería deseable, pero todo sea por el arte, ¿no?

Tercer consejo: muévase, una fotografía excelente puede estar sólo unos pasos más allá de una mediocre, búsquela, valore perspectivas un poco más imaginativas que la típica foto frontal que hacen todos, introduzca elementos que aporten interés y, sobre todo, descarte varias antes de decidirse por una imagen. No se asuste por el tiempo que necesitará, ese proceso puede ser cosa de dos minutos.

Cuarto “mandamiento”: manténgase siempre alerta y lleve siempre la cámara consigo. La ley de Murphy es implacable al respecto y si olvida su cámara en el hotel será cuando se encuentre con la estampa local más exótica y deliciosa, el atardecer más espectacular de los últimos 14 lustros o, como seguro que le ha pasado a algún turista en Nueva York esta semana, el concierto sorpresa de U2. Su cámara debe estar siempre a su alcance y usted debe tener el “gatillo preparado” permanentemente.

Por último, y aunque esto no sea estrictamente “hacer” fotos, no olvide seleccionar sólo las mejores de sus imágenes a la hora de enseñárselas a sus familiares, amigos, compañeros de trabajo y víctimas en general. En mis viajes suelo hacer bastantes fotos y luego enseño un máximo de una de cada tres, esto evita sesiones aburridas y repetitivas y mejora espectacularmente el nivel medio de calidad y, por tanto, el disfrute del espectador.






Atardecer en Kom Ombo, Egipto.

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miércoles, 17 de noviembre de 2004

Impresiones de un viajero en Estambul 2. Las tiendas y los tenderos (y 2)

Como decíamos hace unos días, la verdadera esencia del mundo de las compras en Estambul está en los bazares, esas curiosas construcciones destinadas a amontonar pequeñas tiendecitas repletas hasta los techos de la más variada constelación de artículos. Y de entre ellos destacan por sus propios méritos el Bazar de las Especias y, por supuesto, el Gran Bazar.

El primero de ellos está situado en las callejuelas que rodean a la Mezquita Nueva, cerca del puerto. El Bazar propiamente dicho está formado por dos o tres largas galerías abovedadas y repletas de tiendas, pero en las calles que rodean la curiosa construcción se monta un mercado igualmente abundante y quizá algo menos destinado a los turistas y, por tanto, casi más interesante.

En el Bazar de las Especias se puede comprar de todo: sartenes y ollas, cerámica, pashminas, regalos de lo más variado (había unos platos luminosos con imágenes de la Kaaba que eran impresionantes), dulces, joyas y relojes, dátiles y, por supuesto, especias: a granel expuestas en grandes sacos o preparadas para el turista en regalables y transportables cajas: azafrán, clavo, canela, pimienta… todas despidiendo generosamente sus aromas a un viajero que pronto pasa de sorprendido a embotado, todas de colores casi tan fuertes como sus olores.

Capítulo aparte merece el Gran Bazar, el mercado más conocido de Estambul y quizá del mundo. Está situado en una zona muy céntrica de la ciudad, a tiro de piedra de la Plaza de Sultanahmet (una de las más impresionantes que he visto nunca, por cierto). Como en de las Especias, el Gran Bazar está formado por una serie de galerías abovedadas, sin embargo en esta ocasión no se trata de dos o tres, sino de docenas de ellas, tantas, tan irregulares y tan intrincadas que acaban por parecer centenares.

Contrariamente a lo que cabría esperar, o al menos a lo que suponía el viajero, las tiendas no están ordenadas de forma temática ni de ninguna otra forma. Si bien hay zonas del Bazar en las que abundan, por ejemplo, las joyerías, no hay ningún orden establecido que deba ser respetado, por lo que uno puede encontrarse con un escaparate repleto de camisetas falsas de equipos de fútbol de toda Europa franqueado por dos joyerías extremadamente cargadas de oro.

El viajero se interna descuidadamente por el Gran Bazar, cámara de fotos en ristre y va siguiendo las galerías que le marca su instinto, girando ahora a la derecha y ahora a la izquierda, sin darle demasiada importancia. Así, cuando viene a pararse ya le es completamente imposible desandar sus pasos y está perdido y desorientado: exactamente lo que pretendía, pues precisamente es esa desorientación, esa voluntaria pérdida del control lo que le permitirá disfrutar del Gran Bazar de verdad, no como un remedo más o menos exótico de las cortytiendas – y podría ser eso si nos limitásemos a pasear y comprar – sino como un mundo totalmente diferente aunque al final nos dediquemos a algo tan europeo como el consumismo pagado en €.

Tienda tras tienda, escaparate tras escaparate y avieso comerciante tras avieso comerciante el Gran Bazar se le va subiendo a uno a las barbas, invadiéndolo, embotellándolo hasta que llega un punto en el que el cansancio en lugar de dejarse sentir en las piernas se nos presenta en los ojos, que no pueden seguir más el agotador ritmo de observación que nos imponen las repletas galerías. Es el momento de salir, buscar una tranquila callejuela peatonal junto a la cercana mezquita (en Estambul siempre hay una cerca) sentarse y escuchar quizá la llamada del muecín. Hemos salido del Gran Bazar, pero seguimos sintiéndonos en otro lugar, no tan sólo en otra ciudad.




Una de las típicas tiendas del Bazar de las Especias.

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lunes, 15 de noviembre de 2004

La Albufera de Valencia

No suele ser habitual que a muy pocos kilómetros del centro de una ciudad del tamaño de Valencia podamos encontrar un Parque Natural. La histórica laguna de la Albufera, que todos recordamos de las novelas de Blasco Ibáñez (y sobre todo de sus versiones televisivas), rompe esta norma y nos ofrece un poco de naturaleza casi salvaje a tiro de piedra del casco histórico de la ciudad. Aunque muy limitada en su extensión actual, pues se dice que en tiempos de los romanos llegaba hasta Cullera, unos 40 km. al sur, la laguna de la Albufera es todavía un gran lago interior separado del mar por una delgada línea de bosques, dunas y arena, pero que se comunica con éste a través de una serie de brazos. Está situada muy cerca de la ciudad, en dirección al sur, y para llegar hasta ella sólo hay que seguir la carretera a El Saler, muy bien indicada en toda Valencia.

Si tiene usted la suerte de hospedarse en uno de los excelentes hoteles situados en esta lengua de tierra, bien el Parador Nacional bien el Sidi Saler, sólo tendrá que trasladarse un par de minutos en coche para llegar al Centro de Interpretación del Parque, el primer paso más adecuado para una visita turística. Allí le explicarán detalladamente los diferentes ecosistemas que componen el parque e incluso hay espacios habilitados para observar las abundantes colonias de aves que viven o pasan parte del año en las aguas del Albufera.

Sin embargo, la mejor forma de hacerse una idea de lo que es esta hermosa laguna es dar un paseo en barca por ella. Hay varios lugares desde los que se pueden dar estos paseos en las típicas barcas de pescadores de fondo bajo (el lago es poco profundo) en las que, eso si, el motor de gasolina da un inoportuno toque de modernidad que, sin embargo, seguro que su barquero agradece. Desde la barca podrá disfrutar plenamente de la belleza de este parque natural, con sus islas cubiertas de cañas, sus recovecos en los que el paso se estrecha y parece que vamos a quedarnos sin salida, las redes de pesca que dividen en cercos el agua o el amplio espacio central, impresionante cuando uno se encuentra en él y puede darse cuenta del verdadero tamaño de la laguna.

Además de su belleza paisajística, La Albufera nos ofrece el atractivo de su abundante fauna, compuesta sobre todo por distintas especies de aves como grullas, patos, algún martín pescador, garzas... que harán las delicias de los amantes de la naturaleza.

Pero para ver el espectáculo más hermoso que guarda el lago hay que esperar a la tarde. Desde uno de los numerosos miradores situados junto a la carretera de El Saler disfrutamos de una de las mejores puestas de sol que, seguro, podemos ver en España, aunque vivir es probablemente un término más ajustado a la verdad. No se lo pierdan.


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viernes, 12 de noviembre de 2004

¿Por qué el golf?

"El golf y el sexo son, prácticamente, las dos únicas cosas de las que puedes disfrutar sin ser bueno en ellas"

Jimmy Demaret, tres veces ganador de Masters de Augusta



Admitámoslo, el golf es probablemente el deporte con una técnica más complicada de cuantos existen, tampoco es que sea barato (aunque afortunadamente ya no es una actividad “de lujo”), suele resultar ingrato y por muchos años que pasemos practicándolo lo más probable es que jamás lleguemos a dominarlo. Los resultados que obtendremos serán muy dispares, pero como nuestro nivel de exigencia siempre irá por delante de nuestro juego resultarán habitualmente insatisfactorios. El golf es, en suma, una refinada tortura que se cruza en nuestra vida con la promesa de la felicidad y la seguridad de la infelicidad.



Sin embargo, a pesar de ello y con una obstinación más propia de más altas misiones, seguimos empeñados en golpear la dichosa y ridículamente pequeña pelotita y, no contentos con el hecho de acertar en un blanco tan pequeño, pretendemos que una vez golpeada ésta se eleve velozmente y surque los cielos para detenerse a metros y metros de distancia, justo donde queríamos.



¿A qué ésta obstinación? ¿Qué necesidad tenemos de sufrir? ¿Por qué el golf?



Hay varias respuestas: el placer de una ronda en un día soleado de primavera con tres amigos, el sonido de la pelotita cuando por fin entra en el dichoso hoyo, los comentarios en el llamado “hoyo 19” (el bar de la casa club) frente a unas refrescantes cervezas, la brisa del mar cuando estamos en la parte alta de un campo cercano a la costa…



Pero me temo que la principal está en una sensación que no estoy seguro de poder explicarles: en muy contadas ocasiones se siente algo justo antes de iniciar el swing – el complejo y si me apuran ridículo movimiento con el que se golpea la bola. Bien, como les decía se siente algo, misteriosamente el cuerpo entra en una especie de trance en el que en lugar de obedecer a nuestras infaustas costumbres obedece a las órdenes que le lanza el cerebro, se balancea suave y rítmicamente, con una energía que fluye de nuestro interior templada pero poderosa, atraviesa el palo y golpea la bola.



Todo es natural, fácil, fluido, la bola lo comprende y no puede quedarse ajena a la fiesta, salta con una velocidad inusitada, atraviesa el aire en un vuelo ascendente, se eleva todavía un poco más para luego caer a plomo y detenerse justo donde esperábamos, en el centro del green. Mientras nosotros, aunque parezca que estamos quietos mirando a la bola estamos en realidad volando junto a ella, acompañándola, guiándola.



Sólo han sido unos diez segundos, pero en ese breve espacio de tiempo hemos superado las miserias de nuestro mal educado cuerpo, nos hemos movido con la gracilidad de un bailarín y con la potencia de un arma, hemos volado. Durante diez segundos hemos jugado de verdad al golf.



Espero y deseo que no les ocurra nunca: estarán irremisiblemente enganchados.
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jueves, 11 de noviembre de 2004

Pinceladas de Egipto I: Abu Simbel

Para llegar a Abu Simbel desde Asuán hay que recorrer unos 280 Km. por una carretera de doble sentido que atraviesa el desierto. Como allí el calor es indescriptible, las visitas empiezan con el alba, así que hay que ponerse en pie a eso de las tres de la mañana.



Los conductores de los autocares conocen la ruta a la perfección, si unimos esto a la temeridad innata del conductor egipcio y a que no hay demasiado tráfico el resultado es que el viaje se hace a unas velocidades que pondrían los pelos de punta al mismísimo Fernando Alonso.



Otro aspecto curioso de la excursión, que en muchas ocasiones es la primera que hace el visitante recién llegado a Egipto, es percibir de forma directa las excepcionales medidas de seguridad que toma el gobierno egipcio, muy preocupado por la posibilidad de atentados terroristas que, de hecho, ya han perjudicado bastante a su mercado turístico. Todos los autocares salen a la misma hora y forman una prolongada caravana hasta el destino. Además, en cada autobús viaja un policía (el nuestro era el increíble hombre del cuello de goma: paso todo el trayecto durmiendo en posturas absolutamente inverosímiles).



Bueno, pues tras vivir en primera persona una reedición de los entrañables dibujos animados “los autos locos” en versión autocar y disfrutar de un extraordinario amanecer en el desierto se llega por fin a Abu Simbel.



Lo impresionante de este templo es que logra colmar las expectativas. Desde niño lo he visto en libros, documentales y fascículos de toda índole, imaginándolo como algo grandioso, especial. Y lo es



Cuando uno lleva muchos años esperando algo, imaginándoselo y preguntándose cómo será corre serio peligro de que la realidad, por muy hermosa que sea, esté por debajo de nuestros sueños. Como digo, no es el caso en Abu Simbel, cuando llegué al pie del tremendo templo y me enfrenté cara a cara con los tres inmensos colosos que han sobrevivido durante más de 3.000 años me quedé sin palabras, sobrecogido. Y no es sólo por el impactante tamaño del conjunto, sino también por su belleza y por la sensación de serena majestuosidad que transmite.



Y por si esto no es suficiente, está también el interior del templo, con sus relieves, estatuas, las pinturas originales que todavía se conservan y, para los más imaginativos, su ambiente de lugar secreto y, por así decirlo, “de maldición faraónica” (atestado de turistas, eso sí).



En definitiva, un primer contacto brutal con el arte del Egipto Antiguo.




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Impresiones de un viajero en Estambul 1. Las tiendas y los tenderos (1)

Cuando uno visita Estambul se lleva la impresión de que los turcos aman desaforadamente, adoran, vender (y es de suponer que también comprar). Obviamente, si no se ha visitado ninguna otra ciudad de un país tan grande es imposible saber si esta es una costumbre propia tan sólo de los habitantes de la antigua Constantinopla o es lo que podríamos denominar un "deporte nacional”, pero es tal la abundancia de tiendas, restaurantes, cafés y puestos callejeros de todo tipo que uno se atrevería a apostar que esa curiosa fiebre consumista debe abrasar a toda Turquía, aunque también es probable que en otros lugares con menos gente y con una economía seguramente más deprimida no se encuentre uno con tal furor comercial.



Bien, pues como decíamos Estambul tiene multitud de tiendas: grandes y pequeñas; lujosas, quizá algunas de alfombras o de cerámica destinadas a los turistas, y francamente pobres; con escaparates muy occidentalizados, por así decirlo, o sorprendentemente anticuados para los ojos de un español; y, por supuesto, de las más variadas gamas de artículos que imaginar se pueda. A estas hay que sumar los miles de puestos callejeros: de comida, de chucherías, de imposibles fundas para teléfonos móviles o incluso ofreciendo servicios aparentemente impropios de ese entorno ambulante como el plastificado de documentos.



Para aportar más color a las calles y no poca confusión al viajero las tiendas compiten con los vendedores ambulantes por el espacio en las aceras, y no sólo sacan algunos ejemplares de su género al exterior para que sirvan como reclamo, sino que cuando no tiene clientes es el propio vendedor el que sale a la calle a llamar la atención del viandante, ofrecerle la posibilidad de disfrutar de sus artículos aunque no compre – just look sir, just look! – y tratar de establecer conversación por cualquier medio. Así que un paseo por cualquiera de las zonas comerciales de Estambul, que son casi todas y desde luego TODAS las turísticas, se convierte en un continuo Where are you from sir? Can I help you? Do you like carpets, kilims?



Hay que reconocer sin embargo que por regla general su insistencia es, afortunadamente, bastante limitada, por lo que el trayecto no llega a hacerse excesivamente incómodo para el viajero, que estoicamente va repartiendo Nothanks a diestro y siniestro y sólo en contadas ocasiones tiene que subir la voz para desanimar a un vendedor especialmente insistente.



Y para que ningún espacio con abundancia de viandantes se quede sin explotar sus aparentemente nulas posibilidades comerciales (nulas a los ojos del viajero, al menos), los tenderos de Estambul tratan a su ciudad como tratamos los españoles al cerdo, es decir, que todo se aprovecha y no hay hueco en el que no haya una pequeña tienda, ya estemos en las puertas de una mezquita, en un puente o junto a las taquillas de los transbordadores de Eminönü, cualquier espacio de 1 x 1 es susceptible de ser llenado a rebosar de género. Y si no hay ni ese mísero metro cuadrado no nos preocupemos, el vendedor ambulante colocará rápidamente su manta para que tengamos a qué mirar mientras pasamos.



Sin embargo, los paraísos de las compras en Estambul, sus centros neurálgicos, casi podríamos decir que sus templos, son los bazares, sobre todo dos de ellos: el Bazar de las Especias y, por supuesto, el Gran Bazar. Pero ya nos estamos alargando demasiado, así que me van a permitir ustedes que hablemos de los bazares otro día. No se preocupen, será pronto.







El "escaparate" de una tienda de alimentación.

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domingo, 7 de noviembre de 2004

Algunas cosas que debe saber si viaja a Egipto

Para muchos viajeros Egipto supondrá una experiencia totalmente diferente a sus anteriores o posteriores viajes. Al fin y al cabo y aunque pueda sonar a tópico, se trata de África y de territorio musulmán. Esto debería suponer un cambio lo suficientemente radical, pero además es un país cuyo nivel de vida está muy por debajo del que tenemos en España e incluso del que teníamos hace treinta años.



Así pues, aunque lo más importante es que se trata de un lugar increíblemente bello y que su viaje será algo que recordará durante toda su vida, hay una serie de cosas que no estará de más que tenga en cuenta y para las que será bueno que se vaya preparando.



Viajar a Egipto supone, casi seguro, someterse a las ventajas y desventajas de los viajes organizados y en grupo. Las primeras se resumen, principalmente, en ahorros: de tiempo, de dinero, de preocupaciones... además hay gente, no es mi caso, que prefiere el viaje en grupo que le permite tener relación con gentes de su mismo país que conoce su idioma y mantenerse en un entorno social reconocible y cercano.



Si usted decide viajar a Egipto prescindiendo de lo que yo llamo “la tiranía del grupo” disfrutará más de muchos aspectos de su viaje: podrá ver los monumentos a su aire, evitar las “visitas culturales” que en realidad son tiendas en las que su guía recibe comisiones, organizar su tiempo, conocer más a la gente de allí que a la de aquí ya la conocemos demasiado... en Egipto es posible viajar más o menos en solitario (no hay prácticamente delincuencia) pero, téngalo claro, eso le supondrá necesitar más tiempo y probablemente más dinero, aunque le dará un conocimiento del país incomparablemente más rico. Por otra parte, ni se le ocurra “buscarse la vida” si es la primera ocasión en la que visita un país de este tipo.



Como hoy por hoy es difícil disponer del tiempo necesario para preparar y realizar un viaje en solitario (y como además no somos Lawrence de Arabia, aunque nos quede bien la chilaba) lo más probable es que recurramos al viaje organizado típico que nos ofrecen todos los operadores. Les recomiendo en este caso que, por un poco más de dinero, seleccionen un nivel alto de calidad en los hoteles y, sobre todo, en los barcos del crucero por el Nilo (mínimo categoría 5*). Tenga en cuenta que las infraestructuras hoteleras de España tienen una calidad excepcional y que Egipto, a pesar de su larga tradición como destino turístico, no deja de ser un país casi del tercer mundo.



Otra cosa a tener en cuenta en estos viajes organizados es que pueden resultar agotadores. Imaginen un día en el que se levanten a las 3 de la madrugada, recorran casi 300 kilómetros por carretera, visiten un monumento (maravilloso, eso sí) bajo un sol que empieza a ser abrasador, vuelvan a recorrer los 300 Km., visiten otro lugar siendo el sol ahora completamente abrasador, un tercer lugar, paseo en barca, vuelta al barco, navegación, nueva visita a un estupendo templo y, por fin, llegada al barco a eso de las 8 y media de la tarde. ¿Suena demoledor? Lo es, y así será el día en el que visiten Abu Simbel ¡y no deben dejar de visitarlo! Así que vaya a Egipto “con las pilas cargadas” y deje a su vuelta un par de días para descansar.



Capítulo aparte merece el guía. Será su conexión con el mundo real en esos días y, por suerte o por desgracia, dueño y señor de la mayor parte de su tiempo durante el viaje. Seamos justos, un guía es de gran utilidad en un país como Egipto y evita un montón de molestias: regateos por los precios, parte del coñazo de las propinas, vendedores más inoportunos de lo necesario (aunque en este sentido no es que se esfuerce demasiado), conoce restaurantes adecuados, gestiona los pagos del grupo, cambia moneda... Pero también le obliga a visitar las pirámides en poco más de una hora, decide que no se puede entrar a la Gran Pirámide o a la tumba de Tutankhamón (y saltarse sus instrucciones es complicado porque siempre irá fatal de tiempo), le lleva a tiendas horribles... Lo mejor sería intentar crear un grupo reducido en el que las decisiones puedan ser algo más “democráticas” y tener así lo mejor de ambos métodos, consúltelo en su agencia de viajes y estúdielo muy seriamente aunque le suponga un sobrecoste.



Algo más a tener en cuenta: lleve siempre bastante moneda local en billetes pequeños (de una y cinco libras, cada seis libras son iguales a un Euro). Las va a necesitar para las propinas. La propina es una costumbre absolutamente insalvable en Egipto, todo servicio, ayuda o simple favor llevará aparejada una contraprestación económica en forma de propina, y no se sorprenda por el descaro con el que es pedida, casi más bien podríamos decir que exigida. Si le sirve de consuelo tenga en cuenta que tan poco fiable método supone un alto porcentaje de los ingresos de casi todos los egipcios, así que acostúmbrese a callar y pagar en la mayoría de las situaciones.



En el plano médico Egipto no es un país excesivamente preocupante, normalmente no necesitará una vacunación especial aunque tampoco es mala idea que repase las instrucciones del Ministerio de Asuntos Exteriores al respecto (www.mae.es). Eso sí, prepare antes de salir de España un pequeño botiquín con algunas de las medicinas que pueda usar para sus problemas habituales y añada buenas dosis de pastillas contra la diarrea y de suero fisiológico. Lo primero porque a pesar de que la red de farmacias del país es bastante buena y extensa explicar lo que le pasa a uno en inglés puede ser más difícil de lo que creemos, y lo segundo porque le será muy difícil escapar a “la venganza del faraón” como yo lo he llamado, y es que un porcentaje muy alto de los visitantes españoles a Egipto acaba con pequeños pero molestos problemas de estómago.



En ese sentido, para que la cosa no sea demasiado terrible hay que tomar una serie de precauciones: debe usted evitar beber agua del grifo, tratada pero no al mismo nivel que la española, e incluso lávese los dientes con agua mineral; no coma frutas o verduras crudas sin pelar; desconfíe de las bebidas con hielo; y, por supuesto, haga sus comidas en restaurantes de plena confianza.



Lo más importante es que, pese a todos los inconvenientes o precauciones que hemos comentado, tenga claro que su viaje valdrá la pena. Se encontrará con un país fascinante con unos monumentos increíbles y una gente muy amable.



No se eche atrás, simplemente prepárese de forma adecuada y disfrute a tope.




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