Por supuesto, las reinas eran las de chocolate y confitería, que por algo el chocolate belga es el chocolate belga, pero la delicadeza, el buen gusto, el orden e incluso el lujo de las bombonerías parece haberse transmitido a muchos más campos y casi cualquier tienda de casi cualquier cosa nos ofrecía interiores palaciegos, escaparates primorosos y productos colocados con un esmero que casi daba pena tocarlos para comprar uno.
Debe ser tradición que venga de antiguo porque las Galerías Saint Hubert, uno de los lugares más deliciosos de la ciudad y con algunas de las mejores tiendas, fueron inauguradas en 1847. Su elegante pasillo bajo la protección de la elevada cristalera es un refugio idóneo para los días (que no deben ser pocos) en los que el tiempo haga de pasear por la calle un ejercicio poco apacible.
Sin mojarnos y sin frío podemos contemplar fastuosos escaparates de chocolaterías, de tiendas de moda, de zapaterías… e incluso una maravillosa librería que parece estar allí desde mediados del S XIX con un ambiente tan agradable, tranquilo y cálido que a uno le entran ganas hasta de comprar libros en flamenco.
También en la galería varias cafeterías con un aspecto excelente en las que el viajero que se atreva a desafiar a los previsiblemente nada contenidos precios podrá disfrutar incluso de una terracita a cubierto, viendo el ir y venir de los bruselenses.
Las tiendas en la iglesia
Otro ejemplo de la pasión de la ciudad por las tiendas que también me llamó poderosamente la atención es la iglesia de San Nicolás, un pequeño templo situado en el casco histórico, cerca de la Grande-Place, que pasaría bastante desapercibida de no ser porque en su exterior, y adosadas de una forma un tanto extraña para mí, un montón de tiendas ofrecen sus productos como si de un mercado se tratase.
Y no crean que se trata de comercios de productos religiosos, imaginería o hábitos como algunos que se pueden ver en el centro de Madrid, un simple ejercicio de memoria me lleva a acordarme de un par de relojerías bastante espectaculares, algunas tiendas de ropa, una panadería con un aspecto impresionante y una tienda de quesos ante la que la gula era más una necesidad que un pecado (y eso por no hablar de la charcutería de enfrente).
Sólo un pero que poner: el primero las inclasificables tiendas de regalos para turistas, que olvidaban casi todo el glamour de sus vecinas y se diferenciaban bastante poco de sus congéneres en otras ciudades del mundo, con capítulo de sordidez aparte para las reproducciones del Manneken Pis.
Y el segundo para las tiendas de ganchillo, una tradición del antiguo Flandes que los Austrias trajeron a España en mala hora (lo siento, pero detesto el ganchillo en todas sus variantes, debe ser un trauma de la niñez) y que tenía en tres o cuatro tiendas por el centro un reducto de resistencia, eso sí, asaltado por los desaprensivos turistas que obligaban a prohibir la entrada a todo aquel que fuese armado… de un gofre.
PD.: No se pierdan la galería de las fotos de tiendas y esparates que tomé en Bruselas.
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