(Este artículo es continuación de este otro)En
Roma la comida callejera está cuasi monopolizada por las pizzerías que vendían el famoso plato italiano al peso, pero lo que yo recuerdo con rotundas salivaciones "
a la Homer" son las
heladerías, que justificaban tarde tras tarde (no fallaba ninguna) la fama de los helados italianos en todo el mundo. Además, había algo más allá del sabor con lo que es muy difícil competir: el placer de tomarse un helado sentado a la entrada del
Panteón, en las escaleras de la
Plaza de España o en los asientos junto a la
Fontana di Trevi, observando a los turistas y disfrutando de una tarde soleada de mayo. Si no lo han probado les garantizo que, solo por eso, valdría la pena viajar a la Ciudad Eterna.
Si pensamos en comer en
París lo que nos viene a la mente son pequeños bistrós en el
Barrio Latino o
Montmartre, pero los puestos callejeros son también una opción y en ellos el rey es el muy francés
crep, pero en dura batalla con la no menos gabacha
baguette. Recuerdo a esta última de mi primer viaje a la Ciudad de la Luz, siendo poco más que un adolescente que recorría las calles más "rojas" de Montmartre con la sensación de estar haciendo algo malo y muy atrevido. Las baguettes se vendían como bocadillos de vaya usted el qué, pero fuese lo que fuese en abundancia y con el pan untado en toneladas de mantequilla, indigestas y casi peligrosas, pero he de reconocer que muy ricas.
Las crepes llegaron años después, primero en un café a la orilla del
Sena, cerca de
Notre Dame (la verdad es que en París los "escenarios naturales" son de primera) y más tarde, en un fin de semana romántico, en los
Campos de Marte, junto a la
Torre Eiffel, en un puesto callejero que, como todos los de la ciudad, estaba atendido por un inmigrante. Lo bueno de estos creps es que te los preparan en el momento, delante de tus ojos, con lo que están bastante buenos aunque las materias primas no sean, probablemente, de primera.
Y, por supuesto, pocos sitios mejores en el mundo para cenar que frente a la torre metálica parisina, con toda su iluminación encendida en una agradable noche de otoño.
En
Alemania la primera opción son, por supuesto,
las salchichas, casi un "plato nacional" en una gastronomía que tampoco destaca por su delicadeza. Además, hay miles de sitios de comida turca más o menos sofisticados (por lo general no demasiado sofisticados) que también pueden ser una buena idea. No obstante, como de lo turco ya hablamos en
la entrega anterior hoy quiero recordar las espléndidas salchichas, servidas casi siempre sin el panecillo típico del perrito como, por otra parte, aconsejaba su tamaño imponente.
Solía haber muchas variedades entre las que elegir, especialmente si el puesto era de los grandes, más parecidos a una enorme caravana que al tenderete típico; además se acompañan de patatas fritas o incluso de algunas cosas algo más complejas y se ofrecían con otro montón de diferentes y
sabrosísimas salsas.
En cuanto a los marcos incomparables... la mejor salchicha que probé fue en
Berlín (que para algo es la capital, digo yo) en un enorme puesto callejero junto a la famosa
Isla de los Museos del
Spree y después de habernos quedado literalmente boquiabiertos por el
Museo de Pérgamo.
Voy terminando y ahora hablaré del
fracaso, de aquella ciudad en la que no me atreví a disfrutar de la comida callejera:
El Cairo, la apasionante capital egipcia (nótese que no digo bella, no es exactamente bella aunque les recomiendo encarecidamente que no dejen de visitarla). Pero El Cairo es
peligrosa, no tanto por la delincuencia que es escasa como en la mayor parte de los países árabes, como por lo que se ha dado en llamar
"la maldición de los faraones": una terrible dolencia que, no obstante, se puede curar con las dosis adecuadas de
Fortasec, pero que aun así puede atarnos, en un sentido casi literal, a la taza del WC (que fino lo he dicho) durante un día entero o más.
La maldición de los faraones es un mal casi inevitable, cual plaga bíblica nos atacará hagamos lo que hagamos, pero aún así debemos tomar precauciones y entre ellas las dos principales son
usar agua embotellada casi hasta para ducharnos, y huir como alma que lleva el diario de toda comida que no ofrezca unas mínimas garantías, al menos para nuestros occidentales y pusilánimes ojos. De todas formas, no creo que eso les suponga un excesivo sentimiento de pérdida: si visitan algún mercado de comida de los que se encuentran por las calles cairotas, con la comida (¡incluso pescado!) expuesto a la ferocidad de los
más de 40 grados a la sombra encima de una mesa de madera sin siquiera acompañarla de un poco de hielo... A uno no se le abre el apetito, la verdad.
Y ya como cierre, lo que nos queda por disfrutar:
Japón (
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bares de sushi (soy un apasionado del sushi), de los que todo el mundo habla cuando vuelve de allí y que hemos visto en los documentales de viajes cuando hablan de el
Tsukiji, el mercado mayorista de pescado de Tokio, junto al que hay, al parecer, decenas de lugares en los que probar tan exquisito manjar
a precios casi de risa.
Espero poder contárselo algún día.