El paisaje manchego se extiende ante mis ojos a la otra parte de la ventanilla del tren mientras me acerco a esa ciudad en medio de la nada que es Albacete, camino de esa otra ciudad, ésta en medio de sí misma, que es Madrid.
A principios del mes de julio y con la pertinaz sequía azotándonos de forma inmisericorde la Mancha es un inmenso secarral en el que, una vez cosechado el trigo, parece que nada será capaz de crecer de nuevo, excepción hecha de las cuatro malas hierbas que se refugian en la sombra de los pocos árboles que, aquí y allá, tratan sin demasiado éxito de romper la monotonía del paisaje, de la que acaban siendo sólo una parte más.
No suele ser el paisaje quijotesco de la mancha muy del agrado de la gente, que tiende a considerar sus grandes planicies requemadas por el sol como una extensión inhóspita, un tanto inhumana si se me permite la palabra quizá excesiva. A mí, por el contrario, si que me gustan estas llanuras ocre y tierra que hoy veo desde el tren y que he atravesado tantas veces con el coche.
Me gustan porque, en su desolación, tienen algo de arte abstracto espontáneamente creado por el trabajo en común del hombre y de la naturaleza. Mi mirada se desliza suavemente por los inmensos campos como por un Rotko, siguiendo las líneas que han marcado el arado y las ruedas del tractor, posándose un instante en ese pino o en aquella carrasca de apariencia centenaria y a la que el agricultor ha sacrificado unos metros de su valiosa tierra que no siembra, supongo que siendo compensado por la refrescante sombra, de inapreciable valor en la planicie desnuda e implacablemente golpeada por los rayos del sol.
De vez en cuando el paisaje entero se sobresalta con la aparición de un elemento que rompe su monótono orden: un pequeño grupo de pinos, una carretera, un camino que parece dirigido inequívocamente a ninguna parte, un par de enormes silos para el grano o una antigua casa de labriegos. La mayoría de ellas están hoy deshabitadas y sus muros se comban en formas imposibles que sustentan como por milagro sus techos de teja que, en otro tiempo, protegían a los inquilinos menos de la escasa lluvia que del imponente sol. Hoy las tejas y las vigas han cedido a la presión de los años y el abandono y veo desde el tren enormes agujeros que parecen provocados por un obús o un meteorito, pero que en realidad son resultado de algo con un poder de destrucción infinitamente mayor: el final de un modo de vida, desbaratado y desmoronado como las propias casas por los cambios, las comodidades y, paradójicamente, la riqueza.
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A principios del mes de julio y con la pertinaz sequía azotándonos de forma inmisericorde la Mancha es un inmenso secarral en el que, una vez cosechado el trigo, parece que nada será capaz de crecer de nuevo, excepción hecha de las cuatro malas hierbas que se refugian en la sombra de los pocos árboles que, aquí y allá, tratan sin demasiado éxito de romper la monotonía del paisaje, de la que acaban siendo sólo una parte más.
No suele ser el paisaje quijotesco de la mancha muy del agrado de la gente, que tiende a considerar sus grandes planicies requemadas por el sol como una extensión inhóspita, un tanto inhumana si se me permite la palabra quizá excesiva. A mí, por el contrario, si que me gustan estas llanuras ocre y tierra que hoy veo desde el tren y que he atravesado tantas veces con el coche.
Me gustan porque, en su desolación, tienen algo de arte abstracto espontáneamente creado por el trabajo en común del hombre y de la naturaleza. Mi mirada se desliza suavemente por los inmensos campos como por un Rotko, siguiendo las líneas que han marcado el arado y las ruedas del tractor, posándose un instante en ese pino o en aquella carrasca de apariencia centenaria y a la que el agricultor ha sacrificado unos metros de su valiosa tierra que no siembra, supongo que siendo compensado por la refrescante sombra, de inapreciable valor en la planicie desnuda e implacablemente golpeada por los rayos del sol.
De vez en cuando el paisaje entero se sobresalta con la aparición de un elemento que rompe su monótono orden: un pequeño grupo de pinos, una carretera, un camino que parece dirigido inequívocamente a ninguna parte, un par de enormes silos para el grano o una antigua casa de labriegos. La mayoría de ellas están hoy deshabitadas y sus muros se comban en formas imposibles que sustentan como por milagro sus techos de teja que, en otro tiempo, protegían a los inquilinos menos de la escasa lluvia que del imponente sol. Hoy las tejas y las vigas han cedido a la presión de los años y el abandono y veo desde el tren enormes agujeros que parecen provocados por un obús o un meteorito, pero que en realidad son resultado de algo con un poder de destrucción infinitamente mayor: el final de un modo de vida, desbaratado y desmoronado como las propias casas por los cambios, las comodidades y, paradójicamente, la riqueza.